El silencio era tan espeso que podía sentirlo presionándome los oídos. Frente a mí, la puerta negra respiraba. No figuradamente. Respiraba. Su superficie se expandía y contraía con un ritmo lento, casi humano, como si tuviera un corazón latiendo detrás. Tragué saliva. Sabía que cruzarla no era solo avanzar a otra habitación. Era... aceptar quién era. O lo que quedaba de mí. El aire vibraba con un zumbido constante, un eco eléctrico que me recordaba que aún podía sentir. "Unidad 23", susurró una voz dentro de mi cabeza.
—No me llames así —dije entre dientes—. No más.
Di un paso. La luz dorada que escapaba por la rendija se filtró entre mis dedos. No era cálida. Era densa, pesada, como si quisiera arrastrarme hacia adentro.
—Vincent... —susurré—. Si estás del otro lado, voy por ti.
La puerta se abrió sin tocarla. Y del otro lado, un pasillo infinito, cubierto de espejos. Miles de reflejos de mí. Algunas lloraban. Otras reían. Una me miraba con una sonrisa torcida, los ojos completamente negros.
—No todas somos tú —dijo uno de los reflejos—. Algunas no quisimos despertar.
El suelo crujió como si respirara. La luz parpadeó, y las paredes se llenaron de cables que se movían lentamente, como raíces buscando algo que abrazar. Apreté los puños.
—No vine a mirar mis errores —murmuré—. Vine a destruir lo que me convirtió en esto.
Los espejos comenzaron a agrietarse. Uno tras otro, hasta que solo quedó uno intacto. En ese último reflejo, vi a Vincent detrás de mí. Sonriendo.
—Bienvenida a tu origen, Becky —dijo su voz—. O debería decir... Unidad Maestra. Giré. Y ahí estaba él. No en carne y hueso, sino proyectado en una figura translúcida, como si la propia red lo hubiera reconstituido. Su sonrisa era tan tranquila que me enfermaba.
—¿Pensaste que podías destruirme desconectando el sistema? —preguntó.
—No vine a destruirte —respondí—. Vine a terminar lo que empezaste.
El aire se cargó de chispas azules. Mis venas brillaron. El hospital, o lo que quedaba de él dentro de ese espacio digital, tembló. Y por primera vez, no sentí miedo. Sentí control.
El temblor no paró. El suelo se contraía y expandía como si respirara, igual que la puerta negra. Los espejos vibraban al unísono, deformando mi reflejo hasta hacerlo irreconocible. Por un segundo vi a Amara, luego a Santiago, después a mí misma, pero rota, multiplicada. Las luces azules que habían salido de mis venas se extendieron por las paredes como un sistema nervioso recién despierto.
—No sabes lo que haces —la voz de Vincent resonó en todas direcciones, filtrándose por los espejos, los cables, el aire—. Romper el ciclo no significa destruirlo. Significa convertirte en él.
Ignoré su advertencia. Caminé entre los fragmentos de vidrio que flotaban, cada uno mostrando una versión de mi rostro, una línea de tiempo distinta. En una estaba muerta. En otra, feliz. En una más, gritando. El eco de mis pasos se desdoblaba como si otra yo caminara detrás.
—Ya lo soy —susurré.
La electricidad rugió. Un chispazo me lanzó contra una pared. Sentí el calor recorriéndome los huesos, y por un instante, no supe si seguía viva o si acababa de entrar al corazón de la Sala 23. El hospital se torció. Las camillas se arrastraban solas, los cables salían de los enchufes y se retorcían como serpientes buscando carne. El aire olía a metal, a ozono, a algo viejo que intentaba nacer de nuevo. Vincent apareció frente a mí, su silueta hecha de luz blanca.
—Unidad 23 se fragmenta —dijo con voz calmada—. No hay salida cuando tú misma eres la raíz del error.
Sus palabras me atravesaron. Miré mis manos. La piel se cuarteaba, dejando ver debajo una luz azul que latía como un corazón ajeno. No sentí miedo. Solo un vacío enorme que se expandía dentro de mí, reemplazando todo lo que antes me dolía.
—Entonces que se rompa —murmuré. Golpeé el suelo con ambas manos.
El impacto liberó una onda que partió los espejos en mil pedazos. Cada reflejo se disolvió, y los nombres —Amara, Santiago, Sanvi, Vincent— se repitieron una y otra vez en un eco descompuesto, como si el hospital intentara recordarse a sí mismo. Las luces se apagaron. Solo quedé yo. Mi respiración. Y el silencio. Hasta que escuché un susurro, muy cerca, detrás de mi oído:
—¿Y si esta vez no eres la original?
Me giré... Y me vi a mí misma sonriendo.
—No te acerques —le dije. Mi voz temblaba, pero no era de miedo. Era por el desconcierto de oír mi tono exacto repitiéndose con un ligero retraso, como un eco humano. Ella —yo— sonrió, inclinando la cabeza a un lado.
—Siempre dices eso —respondió. Dio un paso al frente.
Y el suelo, obediente, se deformó bajo sus pies, como si la siguiera. El aire olía a electricidad quemada y a perfume viejo, como si dos realidades estuvieran chocando.
—¿Qué eres? —pregunté.
—Lo que dejaste en el último reinicio —contestó—. Lo que tuviste que olvidar para seguir viva.
Mi corazón latía tan fuerte que el sonido me retumbaba en los oídos. La observé bien. Tenía mis mismos rasgos, pero los ojos más hundidos, la piel más fría, y una expresión que me recordó a la Becky que conocí en los sueños: la que no lloraba, la que no tenía miedo de ensuciarse las manos. Ella era mi versión sin remordimientos. Sin humanidad.
—No te necesito —dije—.
—Claro que sí. Sin mí, no existirías.
Me abalancé sobre ella antes de pensarlo. Nuestras manos chocaron, nuestras voces se mezclaron en un solo grito. Sentí su piel, idéntica a la mía, y un frío me recorrió la espina. Por un instante, fue como tocar un espejo vivo. Ella me sujetó del cuello.
—Vincent no te creó —susurró—. Te copió.
La empujé con todas mis fuerzas. Cayó al suelo, pero se levantó riendo. Su risa era la mía, solo que hueca, vacía.
—¿Crees que puedes borrar algo que ya fuiste? —me dijo, dando un paso hacia mí—. No hay salida, Becky. Solo reemplazos.