Nunca pensé que un día normal pudiera ser el principio de mi peor recuerdo. Salí de la universidad con el sol pegándome en la cara y la mochila colgando de un hombro. Tenía los audífonos puestos, la música a todo volumen y esa sensación de libertad que solo se siente cuando por fin terminas un día largo de clases. Caminaba rápido porque quería llegar a casa de Matías, mi novio en ese entonces. Habíamos tenido una discusión la noche anterior y yo solo quería arreglarlo. El celular vibró en mi bolsillo. Ni siquiera lo miré al principio, pero volvió a vibrar. Y otra vez. Y otra. Saqué el teléfono con fastidio, pensando que era Matías, pero no. Era mi mamá.
—Mamá llamando.
Rodé los ojos, contesté y me llevé el celular al oído.
—¿Bueno?
—Becky, no vayas donde él. —Su voz sonaba tensa, apurada—. Por favor, ven directo a la casa.
—¿Otra vez con lo mismo? —resoplé—. Mamá, no empieces.
—No me gusta ese muchacho, no me gusta esa casa y no me gusta que andes sola a esta hora. Hazme caso esta vez.
Miré hacia la calle frente a mí. Gente caminando. Autos pasando. Estudiantes riendo detrás de mí. Todo normal.
—Ya estoy grande, mamá. Voy a hablar con él y vuelvo temprano, ¿sí?
—Becky, por favor. Tengo un mal presentimiento.
—Te llamo cuando llegue. —Corté antes de que siguiera insistiendo.
Guardé el celular. Seguí caminando. Y aunque no lo admití en ese momento, sus palabras se me quedaron clavadas como una espina. La tarde comenzó a ponerse extraña cuando doblé en la calle que siempre usaba como atajo. Era un camino más vacío, con árboles y pocas casas, pero lo había tomado mil veces. No tenía por qué sentir miedo. Pero lo sentí. Como si alguien me mirara desde algún punto que no podía encontrar. Me quité un audífono, solo uno, y miré hacia atrás. Nada fuera de lo normal. Respiré hondo, me reí de mí misma y seguí caminando. El olor a tierra húmeda. El cielo anaranjado. Mis pies avanzando. Todo tranquilo. Hasta que escuché las llantas. Un carro negro. Sin placas. Se detuvo a mi lado tan rápido que el aire me golpeó la cara.
—¿Qué...?
No me dio tiempo de correr. La puerta se abrió y alguien bajó sin decir una palabra. Solo sentí una mano enorme cubriéndome la boca por detrás. Grité, pero el sonido se ahogó contra su palma.
—Tranquila. No te va a doler si colaboras —susurró una voz desconocida en mi oído.
Luché. Pateé. Mordí. Intenté zafarme. Pero entonces llegó el olor. Cloro. Un trapo empapado. Lo presionaron contra mi nariz y mi boca y mis piernas comenzaron a fallar. Mi cuerpo se volvió pesado. Mi visión se nubló. Las voces se alejaron, aunque estaban justo encima de mí.
—¿La tenemos?
—Sí. La Unidad está lista.
—El doctor la quiere consciente al llegar.
Intenté gritar. Intenté respirar. Intenté vivir. Pero el mundo se apagó.
Cuando volví a abrir los ojos, ya no era ese día. Ya no estaba en esa calle. Ya no era la Becky libre, caminando al sol. Estaba en la oscuridad, en el presente, con el recuerdo latiendo en mi cabeza como una herida recién abierta. Me temblaban las manos. Me dolía el pecho. Y por primera vez, lo recordé completo. No fue un accidente. No fue mala suerte. Fui cazada. Y ahora... sé exactamente cuándo empezó todo. El día que no escuché a mi madre. El día que caminé sola. El día que me llevaron a la Sala 23.
Volví a respirar de golpe, como si hubiera estado debajo del agua por demasiado tiempo. El aire entró con un ardor cortante, y la garganta me dolía. Intenté moverme, pero mis muñecas no respondieron. Estaban amarradas firmemente. Una correa me sujetaba también los tobillos. El primer olor que reconocí fue el cloro. Fuerte, asfixiante y quemaba al inhalarlo, como si quisiera borrar cualquier otro recuerdo antes que yo despertara. Abrí los ojos por completo y la luz me cegó. Había una lámpara sobre mí, tan blanca que parecía un sol falso. Parpadeé varias veces hasta que las sombras comenzaron a tomar forma. Paredes blancas. Azulejos.
Un drenaje en el suelo. Y una camilla metálica bajo mi cuerpo. Intenté levantar la cabeza, pero algo en mi cuello me lo impedía. Escuché pasos. Lentos. Medidos. Como si cada uno fuera parte de un ritual que ya habían repetido muchas veces.
—¿Hola? —mi voz salió débil, quebrada. Nadie respondió al principio. Solo el eco, burlón, devolviéndome mi propio miedo.
Luego escuché una puerta abrirse con un chirrido largo. Dos personas entraron. No las veía bien —solo sombras moviéndose alrededor de la camilla. Una voz femenina dijo:
—La dosis funcionó. No hubo daño cerebral aparente.
—Perfecto. El doctor no quiere otro fallo —respondió una voz masculina, sin emoción.
Mi corazón comenzó a golpearme el pecho con violencia. Intenté moverme de nuevo, desesperada, pero las correas se clavaron en mi piel.
—¡Suéltenme! ¿Qué... qué es esto? ¿Dónde estoy? —grité.
Una de las sombras se acercó. Sentí una mano enguantada tocar mi frente, acomodando un mechón de mi cabello como si fuera una niña enferma.
—Shhh —dijo la mujer—. No hables. Ya perdiste el derecho a hacer preguntas.
El miedo se volvió hielo en mis venas.
—Por favor... déjenme ir.
La mujer no respondió. El hombre tampoco. Pero ambos se detuvieron al escuchar otra puerta abrirse. Sus pasos se apartaron de mi vista. Y entonces, otra voz habló. Una voz calma. Masculina. Educada. Reconocible, aunque todavía no sabía por qué.
—Buenas noches, Becky.
Mi sangre se congeló por completo.
—¿Quién eres? —susurré. Los pasos de ese hombre se acercaron. Podía oírlos, contarlos, sentirlos. Se detuvo a mi lado y pude ver una silueta alta, con una bata blanca.
—Soy la razón por la que sigues viva. No lo vi bien. Solo supe que sonrió, porque pude escucharlo en su voz.
—Bienvenida al inicio, Becky. —dijo—. Todo lo que serás... comienza aquí.
La luz se intensificó. El olor a cloro se hizo más fuerte. Y antes de desmayarme otra vez, escuché ese nombre por primera vez: