El Psiquiátrico

OLOR A CLORO - CAP 12

El olor fue lo primero. Ni el miedo. Ni el frío. Ni el dolor en las muñecas. El olor a cloro fue lo que me trajo de regreso. Penetrante, químico, imposible de ignorar. Abrí los ojos lentamente, con la sensación de que mis párpados pesaban más que mi propio cuerpo. La luz blanca me hirió las retinas. Parpadeé hasta que las sombras comenzaron a tener forma. Estaba en una camilla metálica.

Mis muñecas estaban amarradas con correas gruesas, igual que mis tobillos. Intenté moverme y el sonido del cuero tensándose me devolvió a la realidad. No era un recuerdo esta vez. Era el ahora. Respiré hondo. El aire sabía a desinfectante y metal. Mis manos estaban frías. Mis labios secos. La habitación tenía ese silencio tenso... el silencio que no existe en los hospitales reales. Era otro tipo de silencio. Uno que espera.

—Al fin despierta —dijo una voz femenina desde algún lugar detrás de mí.

Intenté girar la cabeza, pero el cuello apenas respondía. La voz se acercó. Escuché pasos suaves, casi calculados.

—¿Dónde estoy? —pregunté. Mi garganta sonó áspera, como si hubiera pasado días sin hablar.

—Un lugar seguro —respondió la mujer, con una calma que me revolvió el estómago—. Para ti. Y para todos.

Apareció por fin en mi campo de visión: una enfermera. Uniforme blanco. Guantes. Mascarilla. Ojos inexpresivos. Ni una pizca de empatía.

—Déjame salir —susurré. Ella se inclinó un poco más, como si inspeccionara una pieza de laboratorio y no una persona.

—No estás aquí para salir, Becky. Estás aquí para funcionar.

Mi pecho se apretó. Funcionar.

—Quiero hablar con mi familia —dije, con más fuerza—. Con mi madre. Con...

—La enfermera negó lentamente con la cabeza —Tu familia cree que estás muerta. El mundo se me cayó encima. Sentí ganas de gritar, de romper la camilla, de arañar el aire, pero las correas me lo impidieron. No dejé caer la lágrima, aunque ardiera. La enfermera se enderezó y anotó algo en una tabla metálica.

—El doctor Vincent vendrá en unos minutos para evaluar tu estado cognitivo. Te sugiero cooperar. Mi sangre se heló al escuchar su nombre. Vincent.

—No estás sola aquí, Becky —añadió la enfermera antes de girarse hacia la puerta.

Esa frase me dio un escalofrío que no pude controlar.

—Hay otros como tú —continuó, abriendo la puerta lentamente—. No hables con ellos. No les creas. Y sobre todo... no escuches las voces.

Las voces. El pitido lejano volvió. Y con él, un presentimiento horrible. La puerta se cerró. La bombilla del techo parpadeó. Y en el silencio espeso de esa sala sin ventanas, escuché una respiración que no era la mía. Alguien estaba en la oscuridad, detrás de la pared. Escuchando. Esperando. Yo no había despertado a la libertad. Había despertado al principio del experimento.

No sé cuánto tiempo pasó. Segundos. Minutos. Quizás horas. El silencio comenzó a deformarse, como si tuviera vida propia. Al principio pensé que eran mis nervios... pero luego lo escuché de nuevo: Respiración lenta, rítmica y ajena.

—¿Quién está ahí? —pregunté, intentando mantener la voz firme, aunque por dentro me estaba rompiendo. No obtuve respuesta. Solo ese sonido. Inhalar... exhalar... inhalar... exhalar... Como si alguien estuviera justo al otro lado de la pared, escuchándome tan de cerca que podía oler mi miedo. Cerré los ojos un momento. Intenté pensar. Recordar. Ordenar mis ideas. Pero cada vez que lo hacía, la misma imagen volvía a mi mente: la camilla, el cloro, la voz diciendo "Unidad 23". No Becky. Unidad 23.

—No voy a quebrarme —susurré para mí misma.

Entonces, un golpe seco del otro lado de la pared.

—¿Hola? —susurró una voz, distinta a la que escuché antes. Una voz débil, joven y rota. Abrí los ojos de golpe.

—¿Quién eres? —dije casi en un hilo de voz.

Silencio. Luego, unos dedos comenzaron a golpear la pared. Tres veces. Pausa. Tres veces. Pausa. Tres veces. Igual que un mensaje. Como si quisiera que yo lo entendiera.

—¿Hay... más personas aquí? —pregunté, tragando saliva. La voz respondió, susurrando con desesperación:

—No estamos muertos... todavía.

Sentí que la sangre se me helaba en el cuerpo. El aire cambió. Se volvió más pesado, más denso, como si la habitación respirara conmigo. Y entre ese silencio tenso... escuché un sonido metálico. La puerta. Pasos. Tac Tac Tac. Se detuvieron justo frente a mí. Yo no respiré. La cerradura giró con un clic suave. La luz del pasillo entró como un filo. Y desde mi camilla, sin poder moverme, solo pude verlo: una sombra alargada proyectada en el suelo. Él había llegado. El doctor Vincent. Sentí el corazón en la garganta.

—Buenas noches, Becky —dijo su voz, tranquila, cortante, educada.

Yo apreté los dientes. —No me llames así. Él sonrió. Lo supe por el tono.

—Tienes razón —susurró mientras daba el primer paso hacia mí—. Aún no recuerdas lo suficiente. Se acercó despacio. Yo respiré hondo. El miedo ya no era frío. Se estaba convirtiendo en rabia. Y él lo notó.

Vincent se acercó hasta quedar a un lado de la camilla. No tenía prisa. Caminaba como quien observa una pieza recién terminada... y quiere presumirla.

—Has sido más fuerte de lo que esperábamos —dijo, quitándose los guantes con elegancia metódica—. La mayoría pierde la conciencia antes de llegar a esta fase.

No respondí. Si algo había aprendido en ese lugar, era que el silencio también puede ser un arma. Él inclinó la cabeza, analizando mi rostro.

—Esa mirada... —murmuró con un dejo de fascinación—. No es miedo. Es odio.

—No te confundas —escupí, con la voz rasposa—. No te tengo miedo, pero tampoco te tengo lástima. Solo quiero que me sueltes.

Vincent sonrió con suavidad, como si yo fuera un niño contando un chiste ingenuo.

—¿Soltarte? —repitió, como saboreando la palabra—. Becky, no estás aquí por castigo. Estás aquí porque eres la única que funcionó. Eres el resultado perfecto entre mente, trauma y potencial.




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