El Psiquiátrico

VOCES FAMILIARES - CAP 14

Desperté con un sonido que no venía de ninguna parte. Era un murmullo suave, constante, como si las paredes susurraran mi nombre. Becky... Becky... Becky...Abrí los ojos y el techo me devolvió una luz blanca que ya no era hostil, solo cansada. El hospital parecía... quieto, demasiado quieto. Cada gota que caía del tubo de suero hacía eco como si atravesara kilómetros. Me senté despacio. Las sábanas olían a metal tibio y a cloro reseco. En la esquina había una silla vacía. Y sobre ella, una grabadora pequeña. Roja, vieja, como las que usábamos para estudiar en la universidad. Parpadeaba una luz roja. Reproducción.

—Amara —susurré sin pensarlo. Presioné el botón.

Primero, silencio. Después, una respiración agitada y una voz temblorosa:

—Si alguien encuentra esto... díganle a mi mamá que no fue mi culpa...Pausa. —Becky, si eres tú... no escuches lo que te digan. No confíes en Vincent. No confíes en mí...

La cinta se cortó con un chillido eléctrico. La apagué de golpe, con el corazón latiéndome en la garganta. Las luces parpadearon. Las paredes comenzaron a emitir un zumbido leve, como si el hospital entero respirara conmigo. El aire se volvió más frío. Y entonces, entre los parpadeos, la escuché. Una voz que no era de la grabadora.

—¿Por qué me dejaste sola?

Me giré tan rápido que la linterna cayó al suelo. El haz de luz recorrió las baldosas, y durante un segundo vi algo imposible: una sombra reflejada en la pared, idéntica a la mía... pero moviéndose un segundo después. Me quedé quieta. El reflejo me miraba. Y cuando abrí la boca para hablar, ella también habló. Pero no era mi voz. Era la de Amara.

El hospital comenzó a cambiar. Las luces de emergencia se encendieron solas, rojas, pulsando como un corazón. Las pantallas de los monitores mostraban líneas que subían y bajaban al mismo ritmo, y sobre una de ellas apareció un texto que me heló la sangre:

Proyecto Álvarez – Guez: Sincronía en curso.

Retrocedí hasta chocar con la pared. El zumbido se convirtió en un coro: cientos de voces solapadas repitiendo palabras sin sentido, pero entre ellas se distinguía algo claro. Un "no te duermas". Un "acuérdate de la promesa". Un "no lo dejes ganar". Me tapé los oídos, pero las voces estaban adentro. El aire vibraba, y sentí una punzada en el pecho, justo sobre el corazón. Al mismo tiempo, una sensación me invadió: la certeza de que, en otro lugar, alguien más estaba sintiendo lo mismo. Como si me hubieran arrancado un pedazo del alma y lo hubieran puesto en otro cuerpo.

—¿Dónde estás? —susurré.

Y la respuesta llegó, baja, quebrada, pero clara.

—Aquí.

Miré hacia la puerta. Detrás del vidrio empañado había una figura alta, inmóvil. Supe antes de verlo que era Vincent. Entró despacio, con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Su bata estaba impecable, como si el caos no pudiera tocarlo. Sonrió con esa calma que siempre escondía peligro.

—Sabía que ocurriría —dijo—. El vínculo es más fuerte de lo previsto.

—¿Qué hiciste con ella? —pregunté.

—Nada que no hubieras permitido.

—¡Mientes! —grité.

—¿Yo? —sonrió, inclinando la cabeza—. Tú misma elegiste volver, Becky. Lo olvidaste, pero viniste por ella.

Sentí que el suelo se movía. El aire olía extraño. Los monitores marcaron un pico de frecuencia, y una alarma comenzó a sonar. En una de las pantallas, apareció el rostro de Amara. Dormida. Con tubos. Pero su mano se movió y abrió los ojos. Vincent giró hacia las pantallas, fascinado.

—Extraordinario —murmuró—. Dos mentes sincronizadas a través del mismo trauma. Un solo sistema. Un solo pulso.

—No somos tu experimento —dije, con la voz quebrada.

—Claro que lo son —respondió—. Lo fueron desde que pronunciaron la promesa.

La promesa. Esa palabra fue como un disparo en mi mente. El recuerdo volvió con la fuerza de un trueno.

La tarde. El calor. Becky riendo. Amara tomando su mano. El cielo rojo. Y una frase grabada a fuego: "Pase lo que pase, si una se pierde, la otra la encontrará." La promesa. La recordé toda. Y en ese instante supe que Amara también lo hacía. Las luces parpadearon una vez más, y todas las pantallas del hospital mostraron lo mismo: Dos siluetas, tomadas de la mano. Los sensores explotaron en chispas. El zumbido se volvió un rugido. Vincent retrocedió, cubriéndose el rostro.

—¡No pueden interferir! —gritó— ¡No pueden!

Me llevé las manos al pecho. El dolor era insoportable, pero detrás del dolor había calor. Una presencia. Ella. Cerré los ojos. El hospital desapareció. Solo quedaba una voz, suave, firme, familiar:

—Te dije que volvería por ti.

Sonreí entre lágrimas.

—Y yo... no te solté.

Todo se detuvo. El zumbido. El pitido. El miedo. Cuando abrí los ojos, la Habitación 23 ya no estaba. Solo una luz dorada que parecía respirar. Y entre esa luz, la silueta de Amara extendiendo la mano hacia mí. Vincent gritó algo detrás, pero su voz se perdió entre el eco. La tomé. Y por primera vez, después de tanto dolor, el silencio no dolió.




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