El Psiquiátrico

EL EXPERIMENTO - CAP 15

El primer sonido fue el goteo. Un ritmo lento, casi hipnótico, cayendo sobre metal. Después vino el olor a cloro y sangre seca. Y cuando logré abrir los ojos, el mundo era un blanco enfermo. Todo giraba. El techo, la luz, el aire mismo. Intenté mover los dedos y descubrí que tenía agujas clavadas en la piel, tubos desconectados, y un dolor mudo en los brazos como si me hubieran arrancado algo y lo hubieran devuelto mal.

Me incorporé con torpeza. El suelo estaba frío. Frente a mí, una segunda camilla. Al principio creí que estaba vacía... hasta que vi una sombra moverse. Una respiración. Un gemido leve. Me levanté de golpe. El cuerpo me temblaba. Dio igual: la reconocí sin necesidad de verla bien.

—¿Amara...?

La voz me salió como una grieta. La figura giró la cabeza despacio, el cabello rojizo cayendo sobre su cara. Tenía los ojos abiertos, brillantes, y una expresión entre la confusión y el miedo. Por un segundo no respiré.

—Becky... —susurró ella—.

No puede ser. Casi tropecé al acercarme. El suelo estaba cubierto de charcos, pero no importaba. La tomé de la mano, y en el mismo instante, todas las máquinas del cuarto se encendieron. Los monitores pitaban al mismo tiempo, siguiendo el ritmo de nuestros corazones. Uno solo. Un solo pulso. Amara me miró con lágrimas en los ojos.

—Te escuchaba —dijo—. En mi cabeza. Todo el tiempo.

No supe qué decir. Solo apreté su mano, como si ese gesto bastara para confirmar que estábamos vivas. Por un momento, sentí paz. Una paz tan frágil que dolía respirarla. Pero entonces una voz metálica quebró el silencio:

"Bienvenidas de vuelta, Unidades 23A y 23B."

La mano de Amara se heló en la mía. Yo también quedé inmóvil. Reconocí esa voz. Vincent.

La puerta se abrió sola. El sonido fue un susurro largo, como si el hospital respirara por ella. Y entonces lo vi. El doctor Vincent cruzó el umbral con una calma que helaba. Su bata blanca estaba impecable, como si no existiera el caos alrededor. En una mano sostenía una carpeta manchada con algo oscuro; en la otra, una taza de café todavía humeante.

—Qué hermoso cuadro —dijo con voz baja, casi paternal—. Dos almas reencontradas en el umbral de la ciencia y la redención.

Amara se tensó. Yo di un paso al frente, sin soltarle la mano.

—¿Qué nos hiciste? —mi voz tembló, pero salió.

Vincent ladeó la cabeza, observándonos con una mezcla de ternura y fascinación.

—No deberían preguntarse eso —respondió, sonriendo—. Deberían preguntarse por qué lo pidieron.

Lo miré confundida.

—¿Qué estás diciendo?

Él se acercó despacio, como si temiera romper algo delicado. Sus pasos eran el único sonido.

—Hace tres años —comenzó— ustedes dos entraron por esa misma puerta, tomadas de la mano. Me pidieron que las ayudara a desafiar la muerte. Que, si una caía, la otra no tuviera que vivir con el dolor.

—Eso no es verdad —replicó Amara, furiosa.

Vincent soltó una carcajada breve, seca.

—Ah, ¿no? ¿Entonces por qué llorabas su nombre incluso bajo anestesia?

El silencio nos aplastó. Yo di un paso atrás, pero sentí el pitido del monitor subir de tono. Vincent lo notó y sonrió con una satisfacción enfermiza.

—Unidad 23A y 23B —dijo, abriendo su carpeta—. Resultados sobresalientes. Conectadas más allá de la biología. Un mismo pulso, un solo sistema.

—No somos tus sistemas —le escupí—. Somos personas.

Él se inclinó, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo venenoso:

—No, Becky. Ustedes eran personas. Ahora son un milagro. Las luces del techo parpadearon. El monitor principal cambió de color, mostrando dos líneas rojas que latían al mismo ritmo. Vincent miró el gráfico y soltó un suspiro casi satisfecho.

—Una siente, la otra sufre. Una respira, la otra vive. Son el primer vínculo perfecto. Si una muere... la otra deja de existir.

Amara me miró, pálida.

—¿Qué hiciste con nosotras?

Vincent se acercó tanto que pude ver su reflejo en mis pupilas.

—Las hice eternas. —Sonrió—. Y eternidad, Becky... es una palabra más cruel de lo que parece.

El zumbido empezó en mis oídos, pero pronto lo sentí en los huesos. Como si el aire tuviera electricidad. Amara jadeó. Las pantallas a nuestro alrededor comenzaron a encenderse una por una, mostrando nuestras caras en distintas versiones: dormidas, despiertas, muertas. Todo se distorsionaba.

—Vincent, ¿qué está pasando? —grité.

Él no respondió. Sus ojos se movían rápido, siguiendo los gráficos que cambiaban sin control.

—Esto no es posible... —murmuró—. Se están sincronizando más allá de los parámetros.

Amara se tambaleó. La sostuve antes de que cayera, y en cuanto la toqué, un destello azul cubrió toda la habitación. Un latido. Uno solo. El mío y el de ella al mismo tiempo. El suelo vibró. El vidrio de las lámparas se resquebrajó. Vincent intentó acercarse, pero una corriente invisible lo arrojó contra la pared.

—¡Suéltala, Becky! —gritó, con el rostro ensangrentado—. ¡Vas a destruirlo todo!

—¡No puedo! —respondí, y las lágrimas me nublaron la vista—. Si la suelto, muere.

Amara me miró, débil, con esa ternura que me rompía por dentro.

—No quiero perderte —susurró.

La habitación se partió en ruido. Las luces parpadeaban como relámpagos atrapados en una botella. El aire ardía. Y en medio del caos, Amara apretó mi mano con una fuerza sobrehumana.

—Si morimos —dijo—, morimos juntas.

El pitido del monitor se volvió un grito agudo. El suelo se abrió bajo nuestros pies. Vi a Vincent arrastrarse hacia la consola, presionando botones sin resultado.

—¡Proyecto 23 en colapso! —gritaba—. ¡No responde, no responde!

El mundo se volvió luz. Una luz tan intensa que no tenía color. Por un momento, no existió el dolor. Solo un silencio blanco. Y una sensación de calma, como si el universo hubiera inhalado.

Cuando todo terminó, el laboratorio estaba vacío. Las camillas destrozadas. Los tubos derretidos. Y sobre el monitor principal, una sola frase, parpadeando entre humo y chispas:




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