El Psiquiátrico

NO ESTOY SOLA - CAP 18

Silencio.

Abrí los ojos y supe que algo andaba mal antes de mover un solo músculo. La habitación estaba demasiado quieta. Ni un pitido, ni un roce. Solo el sonido de mi respiración, que sonaba prestada. Me incorporé con cuidado. Las paredes ya no eran las mismas. Eran lisas, blancas, perfectas, sin grietas ni cables. Demasiado limpias para ser reales.

—Amara... —susurré, esperando oírla responder desde algún rincón. Nada.

El aire olía a cloro. Ese olor penetrante que siempre llegaba antes de que algo malo pasara. Caminé hacia la puerta. Al tocarla, sentí una corriente helada que me recorrió el brazo. La madera tembló bajo mis dedos, como si respirara. La empujé. No se movió. Entonces lo escuché. Una risa suave, casi burlona, deslizándose por el techo.

—¿Otra vez sola, Becky? —preguntó una voz femenina, sin cuerpo.

—¿Amara? —dije, conteniendo el aliento.

—¿Amara? —repitió la voz, imitándome con un tono burlón—. Siempre buscándola, incluso cuando ya no está. La rabia me apretó el pecho.

—¿Quién eres?

El espejo frente a mí se empañó desde dentro, y sobre la superficie apareció una frase escrita con dedos invisibles: NO ESTÁS SOLA. Di un paso atrás.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté.

La respuesta llegó en forma de eco. "Ver hasta dónde llega tu fe en lo que ves."

El espejo tembló. Y del otro lado, una silueta empezó a formarse. Mi misma cara. Mi misma voz. Pero sonriendo.

—No estás sola, Becky —dijo mi reflejo—. Solo que no eres tú la que está despierta.

El suelo vibró, y el reflejo extendió su mano hacia el cristal. Yo también lo hice. Solo una de nosotras tocó el vidrio. Y no fui yo.

Golpeé el espejo con toda mi fuerza. El cristal se quebró en una telaraña brillante, pero no cayó. Solo sangró. Una línea roja se deslizó por las grietas, bajando lentamente hasta tocar el suelo. Retrocedí sorprendida. Mi reflejo seguía sonriendo.

—¿Qué eres? —susurré.

—Lo que queda cuando dejas de creer que eres real —respondió.

Su voz sonó como la mía, pero hueca. Retrocedí nuevamente. El aire se volvió más espeso. Detrás de mí, el sonido de pasos comenzó a acercarse. Uno. Dos. Tres. Y un murmullo familiar, como un recuerdo que no quería escuchar:

—No corras, Becky. No te conviene recordar...

Giré bruscamente. La puerta ahora estaba abierta. Y sobre el suelo, una bata blanca. La reconocí enseguida. Era Amara. Me arrodillé, temblando, y tomé la tela. Todavía olía a cloro y perfume barato.

—Amara... estás viva —susurré, como si eso pudiera hacerlo verdad.

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Desde la cámara número 7, Derlina Versker observaba todo. La luz del monitor titilaba sobre su rostro pálido, iluminando su sonrisa torcida.

—Ah... pequeña Unidad 23 —murmuró con voz de caricia—. Qué lindo verte desmoronarte sin que nadie tenga que tocarte.

Su dedo recorrió el borde del monitor, dejando una marca en el polvo. En la pantalla, Becky levantaba la cabeza, mirando alrededor como un animal perdido.

—Mírala... —dijo Derlina al vacío—. Igual que antes. Buscando a una amiga que ya no la recuerda. Buscando amor en las ruinas de un experimento.

Tomó una jeringa de metal de su escritorio, girándola entre los dedos como si fuera una joya.

—El doctor Vincent siempre tuvo debilidad por ti —susurró—. Pero no importa. Cuando termines de romperte, yo lo recogeré. Como siempre.

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Volví a mirar el espejo. Mi reflejo ya no estaba. Solo la mancha roja, que ahora formaba una palabra: CORRE. No lo pensé. Salí corriendo por el pasillo blanco. Las luces se encendían y apagaban a mi paso. El aire olía cada vez más fuerte a cloro, hasta hacerme llorar. Y entre el zumbido del hospital, escuché una voz que me heló la sangre.

—Becky... —susurró Amara.

No sabía si era real. Pero sonaba tan cerca... Me detuve, con el corazón al borde del colapso. Y allí, al final del pasillo, una sombra se movió. Alta. Esbelta. Cabello negro cayendo como un río oscuro. Derlina sonrió, justo antes de apagar las luces.

No pude moverme. La figura al final del pasillo seguía ahí, envuelta en penumbra. Su cabello caía como un velo negro, y su voz —su maldita voz— sonó tan suave que dolía.

—Te ves tan... humana —susurró Derlina, dando un paso hacia mí.

Sus tacones resonaron en el suelo como agujas.

—¿Quién eres? —pregunté, aunque lo sabía.

—Soy lo que queda cuando el amor se pudre —dijo con una sonrisa lenta—. Soy quien te dio forma, Unidad 23.

Avancé un paso. El aire se sintió más pesado.

—Yo no soy una unidad. Me llamo Becky.

—Ay, sí. Becky Álvarez. —Repitió mi nombre como si lo probara en la lengua, dulce y venenoso—. La niña de los ojos del doctor.

—¿Vincent? —murmuré, sintiendo un nudo en la garganta.

—Claro. El creador, el redentor, el hombre que prometió no volver a jugar con sus juguetes rotos. —Su sonrisa se quebró por un segundo—. Pero te eligió. Siempre te elige a ti.

Sentí cómo la rabia me encendía las venas.

—¿Y eso qué te importa?

—Todo. —Sus ojos se endurecieron—. Porque tú eres mi error.

De pronto, la luz estalló. El pasillo se tiñó de rojo, y escuché el pitido agudo de las alarmas. Derlina avanzó, lenta, casi flotando. Yo retrocedí, tropezando con una camilla volcada.

—Tú no entiendes —dijo ella—. Él te creó con lo que me quitó. Con lo que me robó.

—¡Estás loca!

—No, querida. Estoy reconstruida.

Sacó una aguja brillante de su bata, girándola entre los dedos. El metal reflejó la luz roja, como una lengua de fuego.

—¿Sabes qué le pasa a una mente cuando se divide demasiado? —preguntó, acercándose—. Empieza a creer que puede escapar.

Intenté correr, pero algo en el suelo me sujetó los pies. Cables. Cables que se enredaban como serpientes. Grité. Derlina se inclinó, tan cerca que sentí su aliento helado en mi oído.




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