Caí al suelo. El impacto me sacudió tanto que me dejó sin aire. Cuando abrí los ojos, el hospital ya no era el mismo corredor oscuro, era otro lugar. Era un cuarto pequeño redondo que no tenía esquinas. Era como una esfera de concreto. Las paredes parecían húmedas, pulsantes, como si tuvieran vida debajo del yeso.
—¿Dónde... estoy? —susurré.
Una lámpara parpadeaba en el techo, iluminando apenas el centro. El resto estaba devorado por sombras, demasiado densas para ser solo oscuridad. Me incorporé con cuidado. La puerta por la que entré ya no estaba. Había otra en su lugar. Una puerta angosta de madera con una ventanita cubierta por barrotes. Me acerqué despacio. Al mirar por los barrotes, casi dejo de respirar. Un pasillo largo. Infinitamente largo. Y en el suelo, había marcas como si un cuerpo ensangrentado hubiera sido arrastrado.
—Amara... —susurré, la voz quebrándose.
Pero entonces lo sentí. Justo detrás de mí. Una mirada tan penetrante que sentía que me perforaba. Me quedé inmóvil. Cada músculo de mi espalda se tensó. Sabía que si me giraba... algo estaría demasiado cerca. El silencio se hizo espeso. Y luego, una voz suave rozó mi oído:
—Te encontré.
Se me puso la piel de gallina. No era Derlina, ni mi doble, ni era Amara. ¿Entonces que era? Me giré de golpe. No vi nada. Solo una sombra pegada a la pared, temblando como si se riera sin sonido.
—No estoy sola... —murmuré, alguien... alguien me está viendo.
La sombra se estiró y tomó una forma humana o eso intentaba. Entonces la luz falló. La habitación quedó completamente negra. Y en esa oscuridad perfecta, escuché un susurro:
—No corras, Becky... yo ya te vi primero.
Ahora lo entendía. Esa presencia que respiró detrás de mí en la oscuridad...esa que yo negué, esa que no quise aceptar siempre fue ella. La sombra solo estaba esperando la luz para tomar forma. Primero una silueta borrosa. Luego una curva. Luego un brazo...y después, unos ojos. Mis ojos.
—No te asustes —dijo la sombra con mi voz, pero deformada—. Ya me conoces.
Negué rápidamente, sintiendo la piel helada.
—Tú no eres yo —dije con rabia
La figura rió bajito. Una risa que vibró en mis costillas.
—Siempre dices lo mismo —susurró— hasta que lo recuerdas.
La luz volvió de golpe, con un parpadeo violento. Y allí estaba ella. Mi otra yo. Fuera del espejo. Con piel demasiado blanca y cabello igual al mío, pero cayéndole como si flotara. Y con esos ojos huecos y hambrientos. Se acercó con un paso lento y elegante. Como si disfrutara verme acorralada.
—¿Qué quieres? —pregunté decidida
—Lo que me corresponde —respondió, inclinando la cabeza—. Tú tienes un cuerpo. Una historia. Un lugar en este mundo.
Su expresión cambió. Por un segundo, parecía herida.
—Y yo solo tuve un reflejo.
Fruncí el ceño ante lo que me decía
—No es mi culpa —le dije.
Ella dio una sonrisa que dolía verla.
—Pero sería tan fácil arreglarlo —dijo suave—. Si tú te apagas yo puedo ocupar tu lugar. Puedo ser Becky. Puedo ser real.
Se acercó más. Mi espalda chocó con la pared fría. Sus dedos rozaron mi mejilla. El contacto fue helado, pero ardía al mismo tiempo.
—Él me creó también —susurró—. Pero a ti te eligió primero. A ti te dio la luz.
Sus ojos se volvieron negros.
—A mí me dejó la sombra.
Quise gritar. Pero mi voz no salió. La Otra Becky apoyó su frente contra la mía. Sus labios se movieron apenas:
—Y Amara ya me vio. —dijo con una sonrisa tan horrenda, que me heló la sangre
Sentí que se me quebraba algo adentro.
—¿Qué le hiciste? —logré decir, más aire que voz.
—La visité —respondió—. Ella se confundió. Ella lloró. Ella dijo mi nombre pensando que eras tú.
Mi mundo se desmoronó.
—¡NO! —le grité
—Sí —dijo ella, sonriendo malvadamente—. Y ahora la quiero completa.
Cuando levantó su mano para tocar mi cuello. Las luces estallaron. Un grito quebró el pasillo:
—¡BECKY, CORRE!
Era Amara viva y desesperada, llamándome por mi nombre. La Otra Becky giró hacia la voz con furia animal. Y en menos de un parpadeo desapareció. Mi cuerpo reaccionó sin pensar. Corrí, tropezando, respirando a medias.
—¡AMARA! —grité.
Doblé el pasillo. Y la vi. O más bien, vi su sombra encogida contra la pared, temblando. Y sobre ella...dos manos pálidas. La Otra Becky ya la había encontrado.
El pasillo se estrechó a mi alrededor mientras corría hacia Amara, como si el hospital quisiera tragarme viva. Cada paso resonaba demasiado fuerte, como si no fuera yo la que estaba corriendo...como si algo más pisara junto conmigo.
—¡AMARA! —grité, con la voz quebrada.
La sombra de ella estaba temblando, encogida contra la pared. Y encima esas manos. Mis manos, pero pálidas y alargadas clavadas en sus hombros como si quisieran hundirse en su piel.
—Aléjate de ella —dije, sin reconocer mi propia voz.
La otra Becky levantó la cabeza. La luz roja del pasillo le iluminó la sonrisa torcida, los ojos oscuros, la piel demasiado blanca. Parecía un retrato mío pero maldito.
—Llegaste tarde —susurró—. Como siempre.
—¡Suéltala! —grité con rabia
—¿Para qué? —respondió, inclinando la cabeza sobre Amara—. Ella me vio. Ella me reconoció. Me creyó. —Amara sabe quién soy yo aunque tú no quieras aceptarlo.
Mi sangre hirvió.
—Ella no sabe. Estaba confundida.
—Tal vez —dijo ella—. O tal vez, siempre fui yo la que debía estar aquí.
La Otra Becky deslizó una mano por la mejilla de Amara. Ese gesto me rompió.
—No te atrevas maldito monstruo —dije rugiendo de rabia
La sombra giró hacia mí. Sus dedos seguían sobre Amara, pero sus ojos ahora eran dos pozos oscuros fijados en mí.
—¿Qué vas a hacer, Becky? —preguntó—. ¿Pelear conmigo? ¿Con alguien que piensa igual que tú? ¿Qué siente igual que tú?
—Tú no sientes —escupí.
Ella rió. Una risa que resonó por el pasillo