Santiago sigue ahí, parado frente a mí, con esa venda marcada "23—B" como si fuera una sentencia. Pero hay algo peor que su presencia. El pasillo detrás de él. Ese pasillo que parece más oscuro de lo que debería. Más largo. Más... vivo. Y allí, justo en el fondo, donde la luz se muere, siento un peso invisible. Una presencia quieta que nos observa. Como si alguien estuviera de pie en la esquina...sin moverse...sin respirar...solo mirándonos. El terror no empieza con un ruido. Empieza con la sensación de ser observada. Esa presión en la nuca. Ese calor frío detrás de la piel. Ese instinto que no se equivoca.
—Becky... ¿estás bien? —indaga Santiago, dando un paso hacia mí preocupado.
No le respondo. Mis ojos no pueden despegarse de la oscuridad detrás de él. Hay alguien ahí. Lo sé. Lo siento. Una sombra se desplaza apenas un milímetro. Un movimiento mínimo, casi invisible...pero suficiente para helarme la sangre.
—Santi... —murmuro temblando—. No estamos solos.
Él gira la cabeza. Solo un poco. Lento y cauteloso. El pasillo sigue vacío. Completamente vacío. Pero eso no significa que no haya algo. Aquello que observa no necesita un cuerpo para hacerse sentir. Santiago vuelve la mirada a mí.
—Becky, ¿qué pasó? ¿Qué viste? —pregunta angustiado.
—No lo sé... —susurro temblando—. Pero sigue ahí.
En ese momento, el hospital entero hace un sonido que no debería hacer. Como un suspiro largo que atraviesa las paredes. Como si el edificio inhalara. Como si despertara de un sueño profundo. Santiago retrocede un paso, su mano agarra la mía sin pensarlo. El aire cambia. Se vuelve denso. Caliente y muy pesado. Y entonces lo vemos. Una figura aparece al fondo. No caminando. No saliendo. Simplemente tomando forma desde la sombra. Una bata gris. Larga y vieja, manchada de algo que no quiero saber que es. El rostro está borroso. No porque no lo podamos ver, sino porque parece que el hospital mismo no quiere que lo veamos del todo. Como si su cara estuviera cubierta de niebla...pero solo para nosotros. El hombre de bata gris no se mueve. Nada en él tiembla. Nada respira. Solo nos observa. Mi piel se eriza desde la columna hasta la nuca. No siento miedo común. Siento una presencia que me clava la mirada como agujas.
—Quién... —intento decir, pero la voz no sale. Santiago me aprieta más fuerte la mano. El hombre de bata gris inclina la cabeza a la derecha. Luego a la izquierda. Como si estuviera analizándolo todo. Y entonces, muy despacio...levanta un dedo y apunta directo hacia a mí. Mi corazón se detiene. La bata se mueve sola. El hospital respira otra vez. Las luces parpadean, una por una, como si su presencia las empujara. Y ahí lo escucho. Una frase. Una frase que no viene de él físicamente...sino de todas partes. De las paredes. Del piso. Del techo. De mi propia cabeza. Una voz grave que se oye inhumana.
—Unidad 23... localización confirmada. Fase final: iniciada.
Santiago da un paso atrás. Yo doy un paso atrás. Pero el pasillo se encoge. Literalmente se encoge. El hombre de bata gris sigue sin moverse. Pero el terror que siento es tan real como mi respiración quebrada. Porque su voz...esa voz...La recuerdo. No sé de dónde. Pero sé esto: No es la primera vez que me encuentra. Solo es la primera vez que lo veo.
El hombre de bata gris no avanza. No respira. No hace ningún gesto humano. Y, sin embargo, cada segundo está más cerca. No por él. Por el hospital. Las luces del pasillo empiezan a apagarse, una por una, desde el fondo hacia nosotros. Cada vez que una se apaga, el pasillo se acorta. Como si el edificio quisiera entregarnos.
—Becky... corre —susurra Santiago, sin apartar los ojos de la figura.
Yo no puedo moverme. Mis piernas están clavadas al piso. Las cicatrices bajo mi clavícula arden tanto que siento que me están cocinando desde dentro. El hombre de bata gris alza otro dedo. Muy lento. Muy preciso. Y el hospital responde. Las paredes tiemblan como si fueran carne. El suelo vibra. La voz vuelve. Esa voz profunda, que se cuela como una aguja helada en mi oído.
—Unidad 23, no corras. No vuelvas a fallar.
Mi estómago se revuelve. Mi visión se nubla. Fallé. Fallé. Fallé. La palabra rebota en mi cabeza como una pelota.
—Becky —Santiago tira de mi brazo—, ¡ya! ¡Muévete!
El pasillo se encoge de nuevo. El techo baja. La sombra del hombre ahora toca mis pies. Finalmente reacciono. Corro. Mis pasos son torpes, rápidos, desesperados. Santiago corre conmigo, su mano apretando la mía con una fuerza que casi me corta la circulación. Pero el hospital no quiere dejar que nos vayamos. Las puertas del pasillo se cierran de golpe. BOOM. BOOM. BOOM. Uno tras otro. Como un monstruo cerrando sus fauces. El pasillo se retuerce. Literalmente lo hace. Los marcos de las puertas se curvan. El piso se inclina hacia nosotros, como una lengua empujando.
—¡Por aquí! —grita Santiago.
Lo sigo. Pero al doblar la esquina, algo me detiene en seco. El pasillo... no es el pasillo. Es la Habitación 23. Otra vez. Pero no como siempre. Las paredes están cubiertas de símbolos grabados con sangre seca. Números. Códigos. Trazos verticales. Tres líneas repetidas por todas partes. El símbolo de mis cicatrices. Una y otra vez. Decenas. Cientos. Mi piel se eriza de inmediato.
—Esto no es real... —digo, respirando entrecortado.
—Sí lo es —responde Santiago—. Eso es lo peor.
El hospital ruge. Un sonido que parece venir desde el fondo de sus cimientos. Una mezcla entre metal retorcido y un animal agonizando. El hombre de bata gris aparece en la entrada de la habitación. No caminó. No avanzó. Simplemente está ahí. Su figura borrosa, sin rostro, sin expresión, llena el marco de la puerta como una sombra sólida. Siento su mirada, aunque no tenga ojos. Santiago se pone frente a mí, como si pudiera protegerme. Yo sé que no puede. La voz del hombre llena la habitación:
—Unidad 23, ha llegado la fase final. Recuerda quién eres. Recuerda qué eres.