El sol ya está arriba cuando Santiago y yo llegamos a la carretera. Respiramos como si el mundo acabara de abrirnos una puerta, de darnos una segunda oportunidad. Santiago me aprieta la mano. Está temblando y yo también.
—Becky... necesitamos un doctor. Y... tu mamá —murmura él, con la voz destrozada.
Asiento sin pensarlo. Yo también necesito sentir los brazos de mi mamá, escuchar su voz, que me abrace como si pudiera pegarme las piezas rotas. Santiago levanta la mano y un taxi se detiene de inmediato. El conductor nos mira como si fuéramos dos sobrevivientes recién salidos del fin del mundo.
—¿A dónde los llevo? —pregunta el conductor mirándonos con una ceja alzada
A Maplewood Heights —respondo mientras subimos al taxi—.
El taxi huele a ambientador barato y a tranquilidad, esa tranquilidad de los barrios gringos donde los vecinos saludan cortando el pasto sin saber que el mundo puede partirse en dos. Santiago se pega a mí. Yo lo agarro de la camiseta para asegurarme de que sigue conmigo. Miro sus heridas, su rostro golpeado, sus ojos todavía brillando de miedo.
—Tu mamá debe estar destrozada —le digo.
—La tuya también —susurra él, juntando su frente con la mía—. Ya no quiero que pasen ni un minuto más sin saber que estamos vivos.
Maplewood Heights aparece ante nosotros: casitas con porches, árboles altos, ventanas abiertas. Cuando llegamos a mi casa, Santiago y yo nos bajamos del auto. Tocamos la puerta. Mi mamá abre la puerta. Se queda congelada. Se lleva las manos a la boca y los ojos se le llenan de lágrimas.
—¡Becky! ¡Dios mío, Becky! —me abraza fuerte, durísimo, como si no fuera a soltarme jamás. A Santiago también lo hala hacia adentro, como si fuera otro hijo perdido. —¿Qué les pasó? ¿Dónde estaban?
No sabemos qué decir. No sabemos qué versión del horror se puede contar sin sonar como locos o torturados.
—Nos hicieron daño, ma... pero ya se acabó —susurro.
Ella mira nuestras heridas y casi grita.
—Al hospital. ¡Ahora! —Nos mete al taxi otra vez, donde el conductor estaba esperando a que le pagásemos el viaje.
En el camino, Santiago llama a su mamá. Yo escucho a la señora llorar, gritar, rezar, quebrarse en la bocina. Santiago llora bajito y yo le acaricio el cabello.
—Ma... estoy bien. Estoy vivo —repite.
Llegamos al hospital. Nos lavan la sangre, nos suturan, nos ponen vendas. La mamá de Santiago llega corriendo a la habitación unos minutos después, lo abraza como si fuera su bebé otra vez. Por primera vez en muchísimo tiempo, no estamos huyendo. Estamos vivos. Estamos siendo cuidados, y lo más importante es que estamos de vuelta con nuestros seres queridos. Cuando al fin salimos al lobby del hospital, estamos exhaustos pero enteros. Santiago entrelaza sus dedos con los míos, suave.
—Becky... —me dice—. No importa dónde vayamos ahora. Contigo, todo tiene sentido.
Yo sonrío. Una sonrisa pequeña, honesta.
—Vamos a vivir, Santi —susurro—. Sin miedo, sin cadenas y sin monstruos.
Él me besa, esta vez lento y suave, como si el mundo entero se hubiera detenido para darnos permiso. La gente pasa a nuestro lado, ajena a todo lo que acabamos de enterrar. A todo lo que dejamos atrás. El hospital, Derlina, Vincent, Amara y mis dobles están muertos. Solo quedamos nosotros dos, vivos y libres. Mientras avanzamos entre las calles, siento algo bajo mi pecho: una certeza. Sobreviví a lo peor. Y ahora me toca vivir lo mejor. Porque esta no es la historia de una víctima. Es la historia de la mujer y un hombre que salieron caminando de su infierno y decidieron no volver a mirar atrás nunca más. Afuera, el cielo es un azul que transmite esperanza, calma y libertad. Tenemos un nuevo futuro por delante. La vida sigue. Y nosotros también.