El pueblo de las brujas

3. UNA ADMIRADORA SECRETA

El frío le estaba esperando. Después de estar casi una hora en el interior del local, el impacto fue casi insoportable. Mientras se esforzaba por caminar por la nieve, con los pies hundidos hasta los tobillos, se rodeaba el torso con los brazos. Durante gran parte del recorrido hacia el cementerio estuvo tentado de regresar a la posada y esperar a que el temporal amainara, pero sabía por experiencia que las ventiscas en Heksendorp podían durar semanas, por lo que aplazar la visita a las tumbas de sus padres sería inútil.

Cuando llevaba un tiempo avanzando a duras penas tuvo la audacia de detenerse para descansar. Sacó el teléfono móvil del interior de uno de los bolsillos de su abrigo de plumas para ver la hora. Faltaba poco para las nueve y media. Volvió a guardar el teléfono y prosiguió la penosa marcha.

Por suerte el cementerio no se encontraba lejos. Estaba situado en el límite norte del pueblo, a poco más de trescientos metros. Cuando llegó, el aspecto del sacrosanto recinto no podía ser más lúgubre. Entre las tenues pantallas de nieve creadas por el viento, las lápidas se presentaban como un ejército de fantasmas a punto de iniciar una marcha siniestra; era como si los aullidos que producía el viento en realidad surgieran de los trozos de piedra y mármol plantados en la tierra, y un estremecimiento recorrió el cuerpo de Albert en cuanto cruzó la verja de entrada. Se desplazó por el terreno crujiente con la imagen llena de imágenes de películas en las que los muertos cobraban vida; siendo como era un hombre poco dado a las fantasías trató de espantar estas escenas de su cabeza, pero durante el tiempo que permaneció allí le fue imposible no mirar en derredor de vez en cuando, atento a la más mínima sombra en movimiento o a cualquier sonido producido por el incesante baile de las ramas de los fresnos. Todo esto, sumado a que, una vez más, no se había topado con ningún ser humano desde su salida de la cafetería de los Boxman, provocó que su estado de ánimo padeciese más de lo que era costumbre en alguien como él.

Tal y como le había indicado Benji Boxman, encontró un árbol quemado y partido por la mitad no muy lejos de la entrada. Junto a su tronco calcinado se hallaba el lugar de descanso de sus padres. Habían puesto un par de placas de metal con los nombres de los dos y sus fechas de nacimiento y de su muerte para identificar las lápidas. No contenían ningún epitafio. Tampoco habían colocado flores, o si lo habían hecho el viento se las había llevado. Se forzó a aguantar el máximo tiempo posible. Cada pocos segundos se sobresaltaba por culpa de los fenómenos que aquel día reinaban en el bosque. De vez en cuando miraba la pantalla del teléfono móvil para comprobar la hora. El frío le congeló los sentimientos; ni siquiera derramó una lágrima, aunque por dentro tenía una jauría de gatos arañándole las entrañas, pero pensó que quizás sería mejor así, porque lo más probable era que, de haber llorado, el líquido se le hubiera congelado en las mejillas y la prueba de sus emociones desatadas hubiese perdurado en exceso.

A los nueve minutos, dio media vuelta y se marchó todo lo rápido que fue capaz.

Poco después, de camino a la posada, vio la silueta de una mujer, a lo lejos. Se encontraba inmóvil junto a una vivienda, una cabaña de una sola planta. A los pocos segundos una ráfaga de viento arrastró una cortina de nieve; cuando dicha cortina se disipó, la mujer había desaparecido. Entonces dudó de que aquella silueta pudiese pertenecer a un ser humano, ya que la distancia tal vez le había jugado una mala pasada, aunque en un principio hubiese jurado que así era.

Al tiempo que intentaba borrar aquella imagen de sus pensamientos, se frotó las manos con la vana esperanza de calentarlas. Por desgracia, mientras seguía parado en mitad del angosto camino, entre la escasa distancia que ofrecían un viejo fresno y la vetusta fachada de una casa, le dio por fijarse en la chimenea de la cabaña en la que había estado apoyada la supuesta figura de la desconocida. No salía humo, ni siquiera la voluta más pequeña. Se apartó un poco de la casa que tenía al lado. Levantó la cabeza. Tampoco aquella chimenea despedía humo, al igual que las demás chimeneas de las casas que se fue encontrando por el camino.

Este hecho resultaba desconcertante y ya no pudo quitarle importancia durante el tiempo que permaneció en Heksendorp.

El señor Boxman le había asegurado que su única intención al no quemar leña era la de ahorrar madera, pero empezaba a creer que aquello no era más que una excusa. Tampoco podía ser que todas las casas que se encontró a continuación, más de una veintena, estuvieran deshabitadas.

Continuó hasta llegar al descuidado alojamiento bajo el que con tanta desesperación había pasado una noche. Al entrar en la cabaña se encontró con el dueño de la posada. El bar, no obstante, continuaba careciendo de clientes.

Se acercó a la barra y saludó al posadero, cuyo delantal llevaba muchos años sin ser blanco.

-Buenos días.

El posadero emitió un gruñido a modo de respuesta. Estaba frotando una jarra con un trapo cuyo aspecto era peor que el del delantal. Albert echó un vistazo a su alrededor y se preguntó por qué se empeñaba tanto en sacarle brillo al cristal.

-Una dama ha venido preguntando por usted.

Albert se sorprendió al oír por primera vez su voz rota por el tabaco.

-¿Una dama?

-Aquí la conoce todo el mundo, pero no ha querido que le diga su nombre.



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En el texto hay: fantasmas, casas embrujadas, suspense

Editado: 18.01.2021

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