El aire de Tokio la golpeó apenas bajó del tren. A su sorpresa, no era el mismo ambiente que recordaba. Quizás la ciudad siempre había sido así: caótica, ruidosa, brillante a todas horas, con personas un poco desagradables, como otras completamente amables... pero lo que más notó fue que ya no era la misma que se había marchado años atrás. Ahora regresaba con un título, con responsabilidades, con un futuro que la mayoría no podría imaginar posible para una chica de tan solo veintidós años.
Apretó la correa de su maleta algo temblorosa y respiró hondo. El murmullo de varias voces y el constante ruido del tráfico la acompañaron hasta que tomó el bus hacia su destino: la casa de su infancia. El lugar donde había crecido y del que también había partido. Aunque estaba algo cambiado, verla le devolvió un golpe de nostalgia que la obligó a sonreír. Algunas tiendas ya no estaban; nuevos locales habían ocupado su lugar, pero la panadería de la esquina, aquella panadería vieja de toda la vida, seguía oliendo a masa recién horneada.
Al fin, ahí estaba ella.
La fachada de su casa seguía igual, nada había cambiado ni se había deteriorado: gris y sencilla, las rejas pintadas de blanco, las macetas en la entrada. Parecía detenida en el tiempo, como si hubiese estado esperando su regreso. Sin perder más tiempo introdujo la llave en la cerradura, con la sensación de que estaba profanando un recuerdo demasiado delicado, y abrió la puerta.
El aroma de madera vieja la envolvió de manera inmediata. Con mucha curiosidad caminó despacio, rozando con los dedos los muebles cubiertos de polvo. Cada rincón evocaba memorias que se resistían a desaparecer. Allí, junto a la ventana, se encontraban los retratos con fotos de aquel niño de cabellos oscuros sentado en el suelo, con los ojos brillando frente a una pequeña consola portátil que ella misma le había regalado.
—Kenma... —susurró, apenas audible.
No había día de su niñez en que él no estuviera a su lado o presente en aquellos momentos. Ese niño silencioso, con expresiones mínimas y un mundo interior tan profundo que casi nadie parecía comprenderlo. Pero ella sí. Ella lo entendía sin necesidad de palabras, sin necesidad de gestos o grandes actos.
Se sacudió un poco la cabeza para volver al presente. Había regresado, sí, pero no solo por nostalgia. Había vuelto con un propósito, con una nueva obligación: su puesto como doctora jefa en el Instituto Nekoma. El instituto, reconocido por su nivel competitivo en vóley, había firmado un convenio con una universidad de medicina; y gracias a sus logros y a su inteligencia poco común, Lilith había sido elegida como responsable del programa de salud escolar.
Aún le parecía irreal. En otros países, esa responsabilidad caería en manos de alguien con más experiencia, pero su talento y determinación la habían llevado hasta allí. Era un desafío enorme... y el simple hecho de que Kenta estudiara en ese lugar lo volvía todavía un poco más sofocante e intimidante.
El zumbido de su celular interrumpió sus pensamientos. Contestó de inmediato.
—¿Doctora Lilith? —la voz masculina al otro lado sonaba formal y cordial—. Soy el director del Instituto Nekoma. Solo quería darle la bienvenida oficialmente a Tokio, pues estamos informados de que viene de estar varios años en otro país. Gracias por este honor al trabajar con nosotros. Mañana la esperamos para presentarla al personal y los estudiantes.
Ella tragó saliva, intentando ocultar la tensión que le apretaba el pecho.
—Muchas gracias, director. Estaré allí puntual.
Colgó y apoyó la frente en la pared. Todo esto era real. Estaba de vuelta en Tokio. Estaba de vuelta en la vida de Kenta.
Mientras tanto en otro lugar.....
En otra parte de la ciudad, en ese mismo instante, el gimnasio del Instituto Nekoma vibraba con el sonido de balones golpeando el suelo.
Kenta recogió uno y lo lanzó a su compañero sin abrir la boca. Sus movimientos eran precisos, calculados, casi mecánicos. Su mirada ámbar seguía cada rebote con la calma que siempre lo caracterizaba. El sudor corría por su frente y brillaba sobre los piercings de sus orejas, mientras el mechón azul de su cabello, con raíces negras, caía sobre su rostro.
—¡Vamos, Kenma, no te escondas! —gritó Kuroo, sonriendo desde el otro lado de la red.
Kenma no respondió. En realidad casi nunca lo hacía. Bastaba con un gesto leve de la cabeza y su juego hablaba por él. Aun así, el ruido del gimnasio, las risas, los gritos de aliento... todo contrastaba con su silencio natural.
Cuando terminó el entrenamiento, se sentó en una esquina, encendió su consola y dejó que la pantalla lo envolviera. Ese pequeño aparato siempre había sido su refugio. Un regalo que parecía insignificante para cualquiera, pero que para él había sido un mundo entero.
Apagó la consola y suspiró.
-.......Lilith.
En su nueva habitación, Lilith acomodaba la bata blanca que colgó con cuidado en el armario. Pasó los dedos por la tela, pensando en todo lo que significaba. Mañana enfrentaría un nuevo comienzo, y con él, a las sombras de su propio pasado.
Kenma estaba allí.
Ella también.
Y tarde o temprano, volverían a encontrarse.
Mañana... todo será diferente.
eso se repetía ella una y otra vez, sin mas que hacer, bajo a la sala y recorrió la casa con pasos lentos. En el pasillo encontró la vieja estantería llena de libros infantiles, algunos desgastados, con los bordes doblados. Sus dedos se detuvieron en un cuento ilustrado que recordaba haber leído en voz alta, a su lindo niño de apenas cinco años sentado a su lado, el cual se encontraba mirando las páginas con ese silencio tan característico.
Cerró los ojos y la escena regresó con claridad.
—¿No te gusta la historia, Kenma? —le había preguntado en aquel entonces.
Él solo negó con la cabeza, para luego señalar su pequeña consola portátil. No necesitaba palabras; en su mundo, las aventuras estaban en aquella pantalla de luz tenue.