El gimnasio del Instituto Nekoma vibraba con fuerza: el sonido del balón golpeando el suelo, los gritos de ánimo y el repiqueteo de zapatillas llenaban el aire con esa mezcla de tensión y energía que solo el voleibol podía ofrecer. Todo parecía un entrenamiento común, pero debajo de la rutina flotaba un aire distinto, cargado, incómodo para algunos.
Kenma estaba fiel a su estilo: se movía con calma calculada, sin apresurarse, apenas sudaba. Sus pasos eran precisos, sus dedos respondían al balón con naturalidad. Para él, cada jugada era un tablero de ajedrez, no una descarga de adrenalina. Nada era improvisado, todo cumplía su función.
Pero incluso la mejor estrategia puede quebrarse con una distracción mínima.
Kuroo, en plena práctica, lanzó un pase cruzado con demasiada fuerza, quizás con el exceso de frustración que llevaba arrastrando en silencio. Kenma, acostumbrado a leerlo, debería haber reaccionado al instante. Sin embargo, algo lo desvió. Desde la puerta del gimnasio, un par de ojos lo observaban con insistencia. Ese presentimiento lo sacudió por apenas un segundo... el suficiente para romper su concentración.
El balón impactó directo contra su sien.
El golpe sonó seco, un eco que apagó de inmediato el bullicio del gimnasio. Todos quedaron paralizados.
—¡Kenma! —la voz de Kuroo retumbó, grave, alarmada.
Kenma tambaleó, llevándose una mano a la cabeza. El mundo giraba, los sonidos se distorsionaban, y una oleada de vergüenza lo recorrió. Sentirse frágil frente a todos era peor que el dolor mismo. Con fastidio alzó la vista, buscando culpar a Lev de la incomodidad... pero no fue a él a quien encontró.
Entonces la vio.
Entre el grupo que se acercaba, Lilith avanzaba con paso firme. La bata blanca ondeaba tras ella, como un recordatorio cruel de lo mucho que había cambiado desde la última vez que la vio.
—¡Háganse a un lado! —ordenó con voz clara.
El equipo se apartó de inmediato. Yaku fue el primero en tensarse, mirando con genuina preocupación. Kai intentaba mantener la calma, aunque sus cejas fruncidas lo delataban. Lev, con su habitual torpeza, murmuró un "¿Kenma está bien?" que apenas se oyó, pero nadie se atrevió a reír esta vez.
Ella se inclinó junto a Kenma, revisando el golpe con movimientos seguros. Su mano firme sobre su hombro lo sostuvo con un contacto imposible de ignorar. Kenma cerró los ojos, odiándose por recordar la calidez de ese gesto.
—No es grave —dictaminó, aunque la preocupación se filtraba en su tono—. Necesita reposar. Lo llevaré a la enfermería.
Kuroo la observaba en silencio, mandíbula apretada. No dijo nada, pero en sus ojos brillaba una rabia contenida. Entre ambos sostuvieron a Kenma hasta la enfermería, acompañados por el murmullo inquieto de los demás.
—Avísanos si necesita algo, doctora —dijo Kai con respeto.
—Tranquilos, estará bien —respondió Lilith, aunque nadie terminó de creérselo.
La enfermería
El cuarto era demasiado blanco, demasiado frío. Kenma se dejó caer sobre la camilla, con una compresa helada sobre la sien. Se sentía incómodo, atrapado entre el dolor y las miradas. Lilith lo observaba desde el escritorio, anotando algo en una carpeta. Sus movimientos eran profesionales, aunque cada tanto lo miraba de reojo. Kenma lo notaba. Y le molestaba.
Kuroo permanecía de pie, serio, vigilante. Apenas respiraba.
Finalmente, Lilith habló:
—Voy a traer más material, ya vuelvo para ver cómo sigue.
Salió de la sala. Kenma cerró los ojos con cansancio, sin notar que, segundos después, Kuroo también abandonaba el cuarto.
Narración de Kuroo
La seguí sin pensarlo. No podía quedarme quieto, no después de verla inclinarse sobre Kenma como si nada hubiera pasado.
—Lilith. —Su nombre salió de mis labios más áspero de lo que pretendía.
Ella se detuvo en el pasillo, pero no me miró al instante. Cuando lo hizo, sus ojos tenían esa frialdad que siempre lograba irritarme.
—¿Qué quieres, Kuroo?
—Lo que quiero es que no vuelvas a jugar con él —respondí sin rodeos.
Ella arqueó una ceja. —¿Jugar? Estoy cuidando de tu compañero, nada más.
—¿Nada más? —reí sin humor—. No me vengas con esa fachada de doctora. Yo te conozco. Sé cómo actúas, cómo te metes donde no debes... y cómo dejas heridas cuando decides marcharte.
Por primera vez, vi su máscara quebrarse un segundo. Sus labios se apretaron en una línea fina.
—Yo no vine aquí a discutir contigo, Kuroo.
—Pues lástima, porque yo sí —me acerqué un paso, bajando la voz, clavando los ojos en los suyos—. No voy a dejar que vuelvas a hacerle daño. No otra vez.
Ella me sostuvo la mirada con dureza. Su silencio decía más que cualquier palabra.
Y ahí estaba la maldita rivalidad que nunca había muerto: yo, dispuesto a protegerlo a cualquier costo; ella, pretendiendo que nada de lo que ocurrió en el pasado importaba.
La rabia y la nostalgia eran un veneno imposible de escupir.
De vuelta en la enfermería
Kenma abrió los ojos lentamente. El asiento a su lado estaba vacío.
—...Kuroo. —Su voz salió ronca.
Incorporándose con dificultad, buscó alrededor, con el estómago encogido. ¿Lo había dejado solo? El recuerdo del golpe palidecía frente a la idea de perder la presencia de su amigo.
Ese vacío lo oprimió. Porque si Kuroo no estaba... ¿dónde, y con quién, se había ido?
Justo cuando la inquietud se volvía insoportable, la puerta se abrió con un chirrido suave.
Kuroo entró.
Kenma lo miró fijamente, con alivio y desconfianza a la vez. No preguntó dónde había estado, pero lo pensó con tanta fuerza que casi esperaba respuesta. Kuroo se sentó a su lado, sin mirarlo, con los hombros tensos y el ceño fruncido.
Kenma bajó la mirada, apretando la consola en sus manos temblorosas. Algo había cambiado. No entendía qué, pero lo sentía.
Y esa sensación lo inquietaba más que el golpe en la cabeza, tomaba fuerzas para preguntarle por fin la pregunta que tenia desde que abrió los ojos y no lo vio, pero justo en ese instante en el que abrió la boca la puerta volvió a abrirse, esta vez de golpe.