El Pulso del Silencio

.Capítulo 5 - Frente el Espejo

(Kenma)

La luz de la mañana se colaba entre las cortinas de mi habitación, demasiado brillante para mi gusto, casi insoportable. Deseaba más la oscuridad, quería esconderme un poco más en el silencio tibio de las sábanas, como si allí pudiera detener el tiempo. Parpadeé varias veces, como si ese gesto torpe pudiera borrar el resplandor, pero no lo hizo. Era inútil. Era como despertar con la ilusión de que todo de ayer se había borrado, como si existiera la posibilidad de olvidar. Pero no podía. No a ella.

Con un movimiento lento, arrastrando casi los pies, me levanté y caminé hasta el baño.

El espejo devolvió un reflejo que a veces no reconocía: cabello azul cayendo desordenado sobre mis ojos, piel demasiado pálida, ojeras marcadas que parecían tatuadas a la fuerza. Todo era muy yo, pero al mismo tiempo distinto. Esta era mi nueva esencia, un cambio que no había elegido, una evolución involuntaria. Y aunque a veces me convencía de que era solo apariencia, en lo más profundo me abrumaba pensar que incluso mi imagen gritaba lo que no decía en voz alta.

Me quedé mirándome en silencio. Analizando cada rasgo.
Azul. No rubio. No negro como antes. Azul.

—Elegí este color pensando en ella... —murmuré, casi sin darme cuenta—. Aunque no quiera, siempre está presente en mi mente.

Era inevitable. Ella era esa sombra que nunca se iba, como avanzar a su ritmo sin notarlo, como si hubiera encontrado la forma de conocerme más internamente que yo mismo.

Apoyé ambas manos sobre el lavamanos. El agua corrió, llenando el lavabo con un murmullo constante. No la toqué, solo la observé, y en ese ruido blando los recuerdos se filtraron sin permiso.

Los piercings brillaban en mi oreja izquierda: uno, dos, tres, cuatro... seis en total. Discretos, pero firmes. Cada uno con su propia historia, con su propio peso silencioso. Ninguno fue al azar. Todos eran un recordatorio de algo que no dije en voz alta.

Ella. Siempre ella, y sus arriesgados gustos.

Regresé a mi cuarto. El uniforme descansaba sobre la silla, arrugado, el gato rojo destacando orgulloso en el pecho. Ese sí era mío. Ese uniforme solo me pertenecía a mí, a mi yo de ahora. No me encadenaba a ningún pasado, no llevaba ninguna sombra de más. Era mi presente, mi refugio. Nekoma era mi lugar, incluso cuando todo lo demás parecía prestado o prestarse para desaparecer.

Mientras me vestía, imágenes me asaltaron: los paquetes que ella enviaba, las llamadas nocturnas que parecían eternas, esos silencios que no eran incómodos porque ella sabía llenarlos con palabras justas o gestos sencillos. Todo estaba guardado en mí, aunque jamás lo admitiera. No todo había sido tenso ni oscuro en esos tiempos. Había ternura. Había compañía.

Respiré hondo.
La escuela esperaba. El voleibol esperaba.
Y aunque todos pensaran que yo vivía aislado, la verdad era otra: todo en mí tenía un pedazo suyo. Una parte de mí siempre iba a pertenecerle.

(En el gimnasio, Nekoma)

El gimnasio estaba lleno de ruido, como siempre. Pelotas golpeando, zapatillas chirriando contra el piso, risas mezcladas con gritos. El aire olía a sudor, madera gastada y esfuerzo. Era un caos conocido.

—¡Te juro que la doctora me miró! —exclamaba Yamamoto, levantando los brazos como si sostuviera una verdad universal.

Otra vez esa tonta conversación. Aunque no quisieran, ella era un tema llamativo para todos.

—No te miró, estaba viendo al frente —refutó Yaku, dándole un manotazo seco en la nuca.

Entré sin prisa, dejé la mochila a un lado y me dejé caer en las gradas. Saqué la consola, aunque no la encendí. No necesitaba prenderla para aislarme, me bastaba con sostenerla y fingir que no escuchaba nada. Sabía de qué hablaban, y prefería no pensar más.

El entrenamiento avanzó como siempre: Kuroo exigiendo más, Yaku quejándose, Lev exagerando cada jugada. Yo, cumpliendo. Nada fuera de lo normal.

Al final, el sudor me pegaba el flequillo azul a la frente, y la respiración me ardía en el pecho. Estaba a punto de salir cuando la vi.

Lilith.

Apoyada en la pared, brazos cruzados, mirada fija. Me estaba esperando en la entrada del gimnasio, como si todo el ruido no existiera alrededor.

Los demás también la notaron.

—¿Otra vez ella? —murmuró Yamamoto, sorprendido, con esa expresión medio boba que se le escapaba cada vez que la veía.

Yo me quedé quieto, mirándola. No sabía si bajar la cabeza o sostenerle la mirada. Apenas estaba decidiendo cuando un comentario ajeno rompió todo el hilo de mis pensamientos.

—¿Kenma y la doctora? ¿Qué está pasando aquí? —añadió Lev, entre risas.

Kuroo rodó los ojos.
—¿Ya empiezan otra vez?

Como si el destino se divirtiera, la puerta lateral se abrió de golpe.

—¡KUROOOO! —Bokuto irrumpió como una tormenta, Akaashi detrás, sereno como siempre.

—Vaya, vaya... —rió Kuroo, palmeando el hombro de su amigo—. Llegas justo a tiempo para el chisme. Es como si tuvieras un radar para estas cosas.

Bokuto ladeó la cabeza, curioso.
—¿Qué chisme?

Yamamoto no tardó ni un segundo.
—¡Que Kenma se va con la doctora! Hubieras visto cómo lo miraba, era como si lo viera como a un bebé, ¡JAJAJA!

El silencio de Akaashi pesó tanto como la carcajada de Bokuto.
—¿Kenma... con ella? —preguntó bajo, sin quitarme la vista de encima.

Kuroo suspiró, pero la sonrisa maliciosa apareció igual.
—Pues claro. No es raro. Se criaron juntos. No sorprende cómo lo mira, en realidad lo ha hecho toda la vida.

—¿Quéee? —Bokuto gritó tan fuerte que Yaku se cubrió los oídos.

Kuroo, disfrutando la atención, se acomodó para hablar.
—Lilith fue la primera niña que Kenma conoció. Lo cargaba cuando era un bebé, le leía cuentos, todos pensaban que sería profesora de kínder por la paciencia que tenía con él. Lo llevaba de la mano al jardín, lo cubría cuando se asustaba... incluso jugaba videojuegos con él antes de que pudiera sostener un control.




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