- ¡No me dejes así, Claudio! No me merezco esto. – Le decía en medio de lágrimas.
- Sabías muy bien, cariño, que yo nunca te prometí nada. Para mí no eres más que una del montón. Eres hermosa, cierto, pero no lo suficiente para querer verte una vez más. – Le dijo cruelmente Claudio. Luego tomó su gabardina y se fue del lugar.
Desde pequeño Claudio siempre estuvo acostumbrado a dominar a aquellos que lo rodeaban. Le gustaba sentirse poderoso aún siendo un niño. Había llegado al orfanato a los 7 y de inmediato se impuso ante sus pares como un niño autoritario, casi un tirano.
Había llegado allí luego de que su padre, luego de años de maltratos, acabara con la vida de su madre y luego atentara contra su propia vida, todo ante los ojos del pequeño Claudio. En su hogar reinaba la violencia y a menudo él mismo era víctima de ella cuando su padre se aburría de golpear a su madre y aún quedaba con ganas de seguir desquitándose con lo que tuviera por delante.
Aunque nunca aprobó la forma que tenía de tratar a su madre, en silencio admiraba el poder que ejercía sobre ella y sobre él mismo. Una sola mirada bastaba para poner a temblar a todos a su alrededor. El hombre era incapaz de darse cuenta lo equivocado y dañino de su actuar y justificaba cada acto colérico endosando la culpa de sus arrebatos al resto y no a su falta de autocontrol.
Claudio creció en ese entorno y asimiló dicha conducta como normal, aunque no por ello lo aceptaba. Es más, cuando la tragedia familiar se suscitó, se juró a sí mismo que no le permitiría a nadie que le pusiera una mano encima nunca más. Por eso cuando llegó al orfanato se decidió a no ser él el que recibiera los golpes, sino el que los propinara.
No tardó mucho en hacerse “respetar” ni en encontrar a secuaces dispuestos a seguirle. Dos niños de su edad pero carentes de una personalidad líder como la de él, le seguían a todas partes. Era fácil manipularlos y lograr que estos hicieran lo que él deseaba. Los tres, aparentemente, disfrutaban de molestar al resto de los niños, en su mayoría menores que él. Solo había una chica que le plantaba cara, Magda. Ella era mayor que él, igual que su amiga Ada. La otra chica que las acompañaba, Ema, era un año menor, y aunque era valiente como Magda, siempre se las ingeniaba para evitarlo y no caer presa de sus caprichos. Quien no se escapaba de su acoso era Ada, a quien siempre buscaba cuando se encontraba sola, sin Magda para protegerla.
Usualmente se paseaba por el patio del orfanato buscando víctimas a quienes acosar, aunque siempre le era grato volcar su tiranía en tres pequeños que tenían la costumbre de jugar juntos. Gaspar, Felipe y Adrián. Sigilosamente se acercaba a ellos y les quitaba sus juguetes o les desarmaba los juegos que ellos se habían esmerado por armar. Debía ser rápido porque nunca pasaba mucho tiempo desde sus ataques hasta que aparecía Magda y las otras dos chicas para defender a los pequeños.
Era un joven buscapleitos y como tal, disfrutaba de meter en líos a las muchachas que le hacían frente. Muchas veces se aliaba con otras dos chiquillas, Isidora y María Paz para causarles problemas con las religiosas.
Su régimen de terror en ese lugar duró hasta cuando por fin lo adoptaron. Tenía tan solo 11 años cuando un humilde matrimonio de clase media se fijó en él. Sabían su historia y la golpeada niñez que tuvo que soportar a manos de su padre. Estaban conscientes de que no sería fácil criarlo. Se notaba que era un muchachito rebelde y provocador de problemas, pero harían el esfuerzo de darle el hogar que todo niño merecía tener.
Los años pasaron y Claudio por fin pudo sentirse cómodo con su familia adoptiva. Su madre Carolina y su padre José, le habían tenido mucha paciencia pese a que muchas veces no lo merecía. Lo colmaron de afecto y le proveyeron de una excelente educación dentro de lo que sus medios se los permitió. Gracias al esfuerzo de ellos, pudo asistir a la universidad y estudiar aquello que consideraba su pasión, la Ingeniería Comercial. Con ese título a su haber pudo especializarse en finanzas lo que a su vez lo llevó a ser uno de los corredores de bolsa más solicitados del país. Sus acertados movimientos en la bolsa de valores lo catapultaron como uno de los mejores. Y no era para menos. La frialdad en la toma de decisiones, el encanto superficial y la falta de empatía, lejos de suponer un obstáculo en sus gestiones, le garantizaron el éxito.
Había logrado mucho en muchos sentidos, pero en lo que tenía que ver con las relaciones personales era incapaz de forjar nada. Las mujeres solo eran un juego para él. No merecían la pena más allá de unos cuantos pensamientos. Nada serio. Nunca se había enamorado y esperaba nunca caer víctima de tal sentimentalismo. Para él, aquel sentimiento no era otra cosa que una aberración química propia de los perdedores, como dijo alguien por ahí.
Él era un ganador en todo ámbito y no pensaba perder ni su cabeza ni su corazón por nada, mucho menos por una mujer. Eso fue hasta que, gracias al destino o a la simple casualidad, conoció a Luna.
Luna era una mujer hermosa, de estatura promedio pero de rasgos un tanto exóticos. Su cabello era negro como la noche. Su nariz era pequeña y un tanto aguileña pero atractiva. Sin duda le aportaba personalidad. Su cuerpo no era deslumbrante, pero sin duda era armónico. Sin embargo lo que más llamó su atención era su mirada, tan fría. Tan similar a la suya. Sus ojos eran grises como las nubes en invierno. Transmitían una sensación gélida que nunca antes había visto en una mujer. Al menos en ninguna de las que habían estado con él y sin embargo aquella mirada le era tan familiar. Tan indescriptible.