Una tarde soleada de enero llegué a mi apartamento, ese que por más de diez años había habitado con mi madre y mis dos hermanas. Mi padre, un piloto de edad avanzada que todos los años solía buscarme en su pequeña avioneta para ir a pasar temporadas en su casa y con su familia en una pequeña ciudad de otro estado, quiso pasar año nuevo conmigo, con su niña consentida.
Al tocar el timbre y mi hermana abrir la puerta, pude notar el cambio drástico que había en el ambiente y en la personalidad de mis hermanas mayores. Nos abrazamos y reímos, pero al separarnos pude notar que nuestro apartamento estaba casi vacío y que otra persona desconocida reía y hablaba con ellas… se trataba de mi nuevo hermanastro.
Mi madre no me recibió, para mi sorpresa, se había mudado intempestivamente con su novio durante mi estadía en la casa de mi padre. Mis hermanas preparaban todo para la nueva mudanza, se veían felices. Yo en cambio, molesta, escéptica y con ganas de amargarle la vida a mi mamá esperaba el momento de verla.
Después de una presentación incómoda con risas fingidas, conocí al que sería mi “flamante” padrastro; un tipo de porte elegante y con un humor negro insoportable.
Al mes siguiente nos mudamos todos a la casa del susodicho, estaba ubicada en una de las mejores zonas de la ciudad, pero su fachada era lúgubre, atenuada y con aire de misterio.
Muebles antiguos heredados de los padres, paredes blancas y fealdad nos recibieron; sin embargo, hubo algo que llamó mi atención más que nada. Se trataba de un retrato enorme de cuerpo completo y vestido de militar condecorado del padre de mi padrastro. Él había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Su cara era sombría, maquiavélica y su mirada fría.
Al quedarme admirando semejante cuadro, sentí que la mirada de ese ser me perseguía por la habitación, de inmediato mi cuerpo reaccionó sintiendo escalofríos.
Los problemas entre mi padrastro y yo no tardaron en aparecer, ya que era un imbécil en toda la extensión de la palabra y yo una adolescente creyendo ser dueña de la verdad absoluta.
Una tarde me quedé sola en la casa, me dispuse a hablar por teléfono con mi amiga de escuela para poder vociferar sin reserva cuanto odiaba a mi padrastro, justo en ese momento de desahogo hubo un estruendoso sonido que me hizo saltar de mi silla y salir corriendo a la calle; por mi cabeza solo pasaba la idea de que se habían metido a robar.
Después de que mis vecinos y yo constatamos que no había nadie en la casa, entré con recelo, con mi corazón latiendo a mil por hora, solo para darme cuenta que en el estudio estaban esparcidos cientos de pedazos de vidrio rotos, estos pertenecían al cuadro. El retrato estaba intacto en el piso, recostado de la pared y esa mirada maquiavélica sentía que traspasaba mi cuerpo.
Mi padrastro estalló en ira al enterarse de lo que había pasado, y es allí cuando supe que ese cuadro tenía más de 15 años puesto en ese lugar sin haber tenido nunca ningún problema.
A los días de haber tenido el susto de mi vida, me encontraba en mi habitación con mucha sed, ya todos dormían y yo sentía terror de ir a la cocina por agua. Tras mucho intentar olvidarme de mi necesidad no me quedó de otra que ir en búsqueda del vital líquido.
Mis pasos eran lentos, largos y silenciosos, aún así sentía que me observaban, que alguien iba detrás de mí. Al llegar a la cocina, encender la luz y dar unos pocos pasos, sentí como golpeaban con furia unos utensilios de cocina que colgaban de la pared para luego salir disparados al aire.
No pude sino gritar histéricamente despertando hasta a mis vecinos quienes llamaron para saber si ocurría algo. Esa noche dormí en la habitación de mi madre y su novio quien no emitió opinión alguna respecto a lo ocurrido.
Pasaron semanas después del incidente, aunque ya estaba más tranquila, no podía dejar de sentirme observada y acechada; hasta que una noche en la que me quedé hasta muy tarde viendo películas con mi hermana en el estudio, quise buscar algo de beber en la cocina… y allí estaba, reflejado en el gran espejo de la casa, un hombre mayor, vestido de camisa casual con un reloj dorado enorme que brillaba demasiado, su mirada fría y de odio hizo que mi cuerpo palideciera, mi garganta se enmudeciera y mi corazón se quisiera salir del pecho.
Fue allí cuando entendí que mi estadía en esa casa no sería feliz ni tranquila porque el que habita en ella no me quería.