El Que No Quiso Luchar Fui Yo.

Capitulo uno

EL QUE NO QUISO LUCHAR FUI YO.

Capítulo 1.

Mi nombre es Esteban Roldán. Soy alto, de cabello castaño, ojos cafés. Tengo una pequeña barba que cubre parte de mi rostro. En la actualidad tengo 30 años. Soy deportista; ciclista, aunque actualmente ya no ejerzo mi profesión por una lesión que me sacó de las carreteras. Soy el hijo mayor de mi familia. Tengo un hermano que es mucho menor que yo.


Empecemos… volvamos atrás.

 

Desde los once años empecé con el sueño de ser ciclista. Vivíamos en el campo, en una pequeña finca que tenía mi padre cerca de mi tío Alonso, incluso estudié con su hija, mi prima Sandra. Una niña, para mí siempre fue así. Ella tenía seis años y yo diez, ella estaba en primero y yo en quinto de primaria.

 

Estaba por pasar al colegio, mi padre siempre me decía que yo tenía que cuidar a mi prima, pues no solo era su sobrina, sino también su ahijada. Confieso que esa niña me caía mal. Mis padres veían por sus ojos, la adoraban. Resulta que el sueño frustrado de mi madre era tener una hija mujer y nunca pudo, entonces Sandra era como su hija. Ambos la adoraban, por eso yo sentía celos, porque a veces le demostraban más cariño que a mí.

 

Era una niña muy dulce, por decirlo así. Con su carisma y forma de ser se ganaba el corazón de cualquiera. Su cabello rubio, sus ojos grandes color miel, su carita tan perfecta, redondita como una manzana. Era una niña muy bonita, pero para mí era como las demás. Solo quería salir de esa escuela y no tener que estar cuidando de ella. Si llegaba con un raspón, el regaño me lo llevaba yo. Según mi padre tenía que cuidarla, como lo dije antes, la querían como a una hija, sobre todo mi madre, la quería más que a mí.


Pues ella nunca me demostraba el amor y el cariño que le demostraba a ella. Sandra trataba de ser amable conmigo, pero yo nunca le prestaba atención. Incluso, recuerdo que le hacía maldades, ella terminaba llorando, hasta le daba miedo andar conmigo. Recuerdo que yo la esperaba supuestamente para irnos juntos a la escuela y yo la dejaba sola. Le hacía lo mismo cuando salíamos de la escuela en la tarde. En ese tiempo los horarios eran de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, ella empezaba a llorar y a mí no me importaba.

 

Recuerdo perfectamente un día que salimos más tarde de lo normal, empezaba a oscurecer y yo empecé a caminar a paso ligero. Ella trataba de seguirme, pero era imposible. Sus pequeños pies no daban para más. Empezó a llorar suplicando que no la dejara sola, pues tenía miedo. Empecé a decirle que el diablo se la llevaría por chillona. Corrió hasta mí y se colgó de mi brazo. Traté de soltarme y en el forcejeó ella se cayó de frente contra una piedra. El golpe lo recibió su boca, ya podrán imaginar sus gritos. Ella seguía en el piso, yo pensé que solo fingía o exageraba por lo mimada que era. La tomé de la mano y le decía que dejara de llorar. La sangre salía de su nariz y su boca en grandes cantidades.


Al caerse, una piedra la recibió en sus encías. De milagro no se partió los dientes. Sus labios se hincharon al instante, no imaginan el miedo que sentí. Le dije que ni se le ocurriera decir que fue mi culpa. Nos acercamos a un pequeño arroyo de agua para lavar la sangre. Por fin después de unos minutos paró de sangrar, pero como su piel era tan blanca tenía parte del rostro hinchado. La dejé en la entrada del camino que se dividía para ir a mi casa y a la suya.

 

Dejé que terminara de llegar sola, no me importaba que estuviera oscuro, contando con tan mala suerte que mi padre a esas horas estaba en la casa de ella. Al verla llegar sola en la oscuridad y con la cara golpeada se puso furioso, toda la culpa cayó sobre mí. La mocosa trató de defenderme y le dijo que ella se cayó sola, pero mi padre no le creyó nada. Cuando llegó al patio de la casa, escuché sus gritos. No me dio tiempo de nada, se quitó el cinturón y empezó a pegarme como un loco.

 

Me gritaba que esa no era la educación que él me estaba dando, que las niñas se cuidaban y que siempre tenía que ser un caballero. Mi madre no entendía nada, yo seguía llorando. Luego él le contó lo que pasó y mi madre también me pegó. Ese día casi me matan por culpa de esa niñita, desde ese día la odié más y por lo visto ella me tenía miedo. No volvió a esperarme para ir a la escuela, me evitaba, me tenía pánico.

 


Cuando iba a mi casa me encerraba en mi habitación para no verle la cara. Aunque éramos primos nunca nos llevamos bien, todo lo contrario con mis otros primos y primas, igual que ella. Creo que siempre fue porque yo pensaba que ella me robaba la atención y el cariño de mis padres. A fin de cuentas, era un niño y no podía entender que en realidad mis padres a mí no me querían como lo hacían con mi hermanito menor.

 

Con el paso del tiempo cuando empecé a crecer entendí que la culpa nunca fue de esa pequeña niña, sino de mis padres que siempre hacían diferencia de un hijo a otro. Ellos tenían un preferido, mi hermanito. Fui muy injusto con esa niña, pero cómo entenderlo si yo también era un niño. Ella no era su única ahijada, tenían otra y también le demostraban más amor que a mí, sobre todo mi madre que nunca pudo cumplir su sueño de tener una hija mujer.


Ella muchas veces repetía que por mí no sentía amor de madre. Con el paso del tiempo, a pesar de vivir en la misma vereda casi nunca nos veíamos. Yo estaba en el colegio y ella estaba en quinto de primaria. Ya tenía 10 años y seguía siendo una niña hermosa, eso decían todos, la verdad yo no me fijaba en eso.

 

Un día coincidimos en una fiesta a la cual nuestros padres estaban invitados, nos saludamos como cualquier desconocido, con un simple “hola”. Como lo dije, nunca fuimos los más cercanos. Imaginé que Sandra me odiaba por todas las maldades que le hacía cuando era más pequeña.

 

Ya estaba oscuro, eran las 7:00 PM, nos reunimos un grupo de niños y niñas. Ahí estaba ella, empezamos a jugar la famosa chucha americana, también conocida como la lleva, pero aquí en el suroeste antioqueño la conocemos como chucha americana; consistía en que todas las niñas se escondían y los hombres empezábamos a buscarlas y el que encontrara una mujer debía darle un beso en la boca, o viceversa las mujeres buscaban a los hombres.




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