El rastro de la maldad

Cap. 2.- El periodo de duelo

-- 10 de enero de 2020 --

La violencia hacia cualquier cosa estaba terminantemente prohibida en los dominios del Gran Valle Celestial, era por eso que Sekai había aceptado de buen grado trasladarse al mundo terrenal, más concretamente a un santuario en Kioto que tenía poco tiempo de inaugurarse, únicamente para poder descargar su rabia contra los gruesos troncos de los árboles que no resentirían ninguno de sus golpes.

Los días siguientes a la muerte de Ritsu, Sekai se había hundido en la depresión. Había oído sobre las consabidas etapas del duelo, de las cuales la primera era la negación; pero no había manera de que pudiera sumirse en ésta: había atestiguado cómo el cuerpo de su hermana se había convertido en cenizas, (en sus brazos),  y estaba seguro de que esa visión lo perseguiría por el resto de sus días, así que decidió hundirse cabalmente en su miseria por no haber sido capaz de contradecir a Ritsu.

¿Qué se suponía que iba a hacer ahora? Durante mucho tiempo, exceptuando el tiempo que había pasado con Sachi, su prioridad había sido Ritsu. Había intentado salvarla de su propia oscuridad, había intentado detenerla, había pasado sus últimos instantes a su lado… y ahora ya no estaba. Él sabía que tarde o temprano eso pasaría, pero aún así no estaba listo para afrontarlo.

Fue durante ese periodo de tiempo, en el que no salió de la cama para nada, que Amaterasu recibió una visita; y la esencia de este visitante precipitó a Sekai fuera de su habitación. Tal como temía, la diosa solar estaba acompañada por una hermosa joven que lo miró con una sonrisa y dijo con voz suave:

—Hola, Sekai.

El muchacho dirigió una mirada a ambas mujeres y dijo:

—Hola, Inari. ¿A qué debemos el honor de tu visita?

Inari volteó hacia Amaterasu y dijo:

—He venido a hacer válido el trato que tengo contigo. Necesito un guardián.
—Comprendo —dijo Amaterasu y se dirigió a Sekai—. Verás, cuando te encontré sufrías un gran dolor producto de tus heridas. No podías morir pero tampoco podías sanar, de modo que Inari te salvó convirtiéndote en un kitsune.
—A cambio de que, en cuanto obtuvieras tu novela cola, estarías a cargo de uno de mis santuarios —intervino Inari.
—¿Por qué yo? —preguntó Sekai—. No soy ninguno de tus zorros mensajeros.
—Este no es precisamente un santuario común y corriente —dijo Inari—. Es un portal máximo.

Sekai dio un respingo. Un portal máximo era un hoyo desde el cual uno podía llegar a cualquiera de los reinos del inframundo, y a cualquier sitio creado por todas las divinidades que fuera reconocido como su hogar. Eran sitios muy peligrosos, ya que el portal siempre terminaba en un sitio aleatorio y muchas veces eran sitios hostiles.

—¿Qué hace un portal máximo en uno de tus santuarios?

Inari se encogió de hombros con la pregunta de Sekai, ya que desconocía la respuesta, y el joven aceptó hacerse cargo del lugar. El santuario se encontraba en el monte Hiei, en una de las partes más alejadas del lugar. Era una modesta construcción característica de los templos dedicados a Inari, incluyendo el torii y las estatuas de zorro a ambos lados de éste; el lugar era lo suficientemente aislado como para pasar desapercibido.

Lo primero que hizo Sekai fue recorrer la zona. A pocos metros de distancia el bosque daba paso a un amplio valle que se encontraba en las faldas del monte. Tenía que admitir que el sitio era tranquilo y pacífico, perfecto para poder llevar su duelo en paz.

En ese momento se entregó a la furia.

Luego de terminar sus deberes en el santuario, Sekai se dedicaba a golpear el grueso tronco de un árbol como si así pudiera aporrear sus culpas. Golpeaba una y otra vez hasta que sus nudillos sangraban y se quedaba sin fuerzas para continuar.

¿Por qué no salvó a su hermana? Era capaz de hacerlo, podía haber salvado a Ritsu y sin embargo, la había dejado morir… para salvar a la humanidad. De manera irracional se preguntó porqué valía la pena salvar a los humanos, ¿no habían sido ellos causantes de su desgracia? ¿No eran ellos mismos causantes de sus propios infortunios? ¿Por qué se había molestado en salvarlos? En su defensa, los humanos no merecían el sufrimiento que la destrucción del inframundo hubiera entregado; lo cual le hizo preguntarse por qué se preocupó del inframundo. ¿No había sido más fácil hallar un modo de evitar que tal destrucción no llegara a la superficie? Las deidades eran las verdaderas culpables de todo esto.

¿Por qué pensaba en estas cosas? Sin importar cuánto cavilara al respecto, no podía cambiar lo sucedido… pero no podía evitar caer en éstas mismas; era un círculo vicioso en el que estaba atrapado inevitablemente. Sin embargo, había otra cosa que le preocupaba lo suficiente como para sacarlo de su estupor: Sekai se dio cuenta de que los poderes de muerte pertenecientes a Ritsu se estaban transfiriendo a él: cuando perdía el control, liberaba un halo de muerte que marchitaba todo lo que se encontraba a su alrededor, y al darse cuenta de lo sucedido revertía el efecto. La fuerza que tenían sus llamas azules de la muerte igualaban a su fuego negro de la vida, además de que era capaz de percibir la sombra de la mortandad con claridad, la cual se mezclaba con la ira que se regaba por el mundo. Ahora no solo veía la vida, sino también la muerte.

Una nueva punzada de dolor en el ojo izquierdo, más fuerte que la anterior, distrajo a Sekai de sus cavilaciones y por un momento creyó que se le había metido algo en el globo ocular. En ese momento un zorro de blanco pelaje se acercó a él y dijo:

—Inari te espera en el santuario.

El zorro se fue y, extrañado, Sekai fue tras él.




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