El viento soplaba trayendo consigo la brisa marina, a la par del océano, cuyas olas rompían en la costa y volvían al mar llevando arena consigo. Arriba, el cielo se pintaba de tonos naranjas, que se iban decolorando conforme el sol ascendía a lo alto iniciando un nuevo día. El paisaje costero emanaba una paz que a Reijiro Higurashi se le antojaba surrealista, una paz que durante mucho tiempo había ansiado tener y que ahora podía disfrutar.
Se encontraba en la isla de Mikayo, situada en la prefectura de Okinawa. El sitio, de aguas claras y con arrecifes de coral, había llamado su atención desde que lo viera en una guía turística seis meses atrás; mientras deleitaba su vista en el amanecer, se sorprendía a sí mismo tratando de recordar la última vez que había visto un espectáculo similar, solo para darse cuenta de que era incapaz de recordarlo, y eso le entristeció. Lamentaba el hecho de que su vida se hubiera convertido en una nebulosa de recuerdos inconexos, todo causado por el encierro al que había sido sometido, pero distrajo su mente con otros asuntos en el momento que sintió una presencia a sus espaldas y sonrió: sabía quién era antes de que se acercara y tomara asiento a su lado.
—He estado pensando en que podríamos vivir aquí —dijo, y volteó a ver a su acompañante.
Sachi Tanabaka sonrió, apoyando la cabeza en el hombro de su esposo.
—La vista, sin duda, es muy hermosa —dijo—. La paz es atrayente, y me gustan las tortugas. Pero tendríamos que trabajar con turistas.
—¿No te gustan los turistas? —preguntó Reijiro.
—No me siento capaz de trabajar con turistas sintiéndome igual que ellos— respondió Sachi.
—Entiendo ese sentimiento.
Ambos eran turistas en cierto modo: eran dos almas antiguas atrapadas en un mundo moderno, el cual no comprendían del todo y, por ende, no se sentían pertenecer. El destino los había separado; y había sido el mismo destino el que los había reunido de nuevo, dándoles una oportunidad para retomar los planes de una vida en común que se habían quedado estancados tras su primera separación. Era como si sus vidas se hubieran quedado en una prolongada pausa mientras el tiempo seguía su curso y ahora pudieran reanudarlas.
Sin embargo, no había resultado tan fácil. Durante las primeras semanas, el temor irracional de que todo fuera un sueño se había apoderado de ellos, temiendo despertar en la infeliz situación de la que se habían librado; aliviados de despertar juntos cada mañana.
El primero de los problemas a los que se enfrentaron cuando llegaron a Tokio fue el aplastante hecho de no tener identidad. Tanto Sachi como Reijiro habían sido dados por muertos siglos atrás, y no había forma de recuperar sus identidades entre cientos de registros acumulados en el tiempo. Tarde o temprano, alguien se daría cuenta y sospecharía al respecto.
—Denme un día —pidió Sekai, que los había acompañado desde Nueva York—. Les daré identidades nuevas.
Durante ese día, Sachi y Reijiro deambularon por la urbe, como dos extraños llegando a una tierra nueva. Ambos habían estado en Tokio antes, pero eso había sido hacía mucho tiempo y nada de lo que veían se les hacía familiar, algo comprensible dado que, cuando habían estado allí, la urbanización de la capital iba comenzando. El mundo se les antojaba salvaje y caótico, ¿cómo podría alguien vivir así? Sekai volvió a su lado a la mañana siguiente con dos documentos de identidad y se los entregó.
—¿Dónde los conseguiste? —preguntó Sachi examinando su identificación.
—Eso no importa —dijo Sekai.
—Sí importa —replicó Reijiro—. ¿Cómo sabremos si es seguro usarlas?
—Nadie va a venir a buscarlos.
—¿Cómo estás tan seguro?
Sekai le dirigió a Reijiro una mirada tan airada que éste sintió deseos de retroceder, no era buena idea hacer enojar a un kitsune y temió haberlo hecho.
—Escúchame bien— dijo Sekai con seriedad—. Sachi es mi amiga y tú eres su prometido, jamás haría nada que los pusiera en riesgo. No les devolví la vida para eso.
El muchacho cerró los ojos un momento y respiró hondo para serenarse, después les aconsejó familiarizarse con sus nuevas identidades y se despidió. Luego de eso, las cosas fueron poco a poco haciéndose más sencillas; con los nombres de Kurumi Jabami y Mikami Yamashita, Sachi y Reijiro contrajeron matrimonio y se establecieron en Tokio como lo habían planeado años atrás, lograron conseguir una pequeña casa y comenzaron a rehacer sus vidas tratando de adecuarse al ritmo de la ciudad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sachi un día, mientras daban un paseo por el parque cercano a su vivienda, y Reijiro la observó sin comprender sus palabras.
—¿A qué te refieres? —preguntó él.
—Todas las personas trabajan para mantenerse —dijo ella—. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.
—Cierto. Podríamos intentar con la enseñanza, después de todo ambos éramos maestros.
—Es una buena idea.
Al final, sus ocupaciones terminaron siendo completamente diferentes: Sachi ingresó a una academia de baile, y Reijiro decidió dedicarse a la pintura. Con el paso de los meses, sus talentos fueron reconocidos y su notoriedad aumentó. Y antes de que pudieran dar marcha atrás, sus nuevas profesiones se habían adecuado a sus vidas dándoles un giro totalmente inesperado.
Sachi se distrajo con el paisaje extendido ante sus ojos y miró a Reijiro con curiosidad.
—¿No dijiste que querías pintar el amanecer? —inquirió.
—Mentí —respondió Reijiro sencillamente, provocando que Sachi se soltara a reír, y añadió—. Lo que quiero pintar, en realidad, es a ti.
La muchacha dejó de reír, mirándolo con sorpresa, y dijo:
—No hablaras en serio.
—Yo dije una vez que quería pintar la cosa más bella del mundo —repuso Reijiro con calma—. Y para mí, no hay nada más bello que tú.
Sachi apartó la mirada, sonrojada, Reijiro tomó su barbilla con dulzura para después besarla, un gesto que ella correspondió envolviéndolo en sus brazos. Él se sintió tranquilo, con ella a su lado siempre lo estaba, y durante un año, las cosas habían estado bien; ambos se habían permitido bajar la guardia finalmente.