El rastro de la maldad

Cap. 8.- El manipulador de la ira

Akane observó la piel de su cuerpo bajo la débil luz del sol que se filtraba entre las nubes. Era un día nublado en Londres, pero aún así; con la poca iluminación, era evidente el deterioro de su piel, en la cual se podían ver las venas sobresaliendo como si el músculo se estuviera hundiendo para dejarlas al descubierto.

“La maldición de las dos almas”, pensó, regresando a la relativa oscuridad del callejón donde tendría la privacidad que necesitaba para regenerarse. Obedeciendo a su silenciosa llamada, una de las criaturas deformes que había creado se acercó, reptando por el suelo, y Akane la sujetó de la muñeca para hundir sus uñas en el antebrazo, tomando así la energía vital que necesitaba para retrasar el efecto de, al menos, una de las maldiciones que pesaba sobre él.

Había nacido con una habilidad especial; el porqué de tan extraño suceso era un misterio, pero sus efectos devastadores la revelaron como una maldición: sin excepción, todas las personas que se encontraban cerca de él se enzarzaban irremediablemente en disputas. Podía exacerbar la ira en los corazones humanos; ocasionando que, de forma inmediata, todos a su alrededor pelearan por cualquier nimiedad.

A la gente de su aldea no le costó relacionar los diversos brotes repentinos de conflicto con su presencia, y su familia entera fue desterrada con el fin de recuperar la armonía del lugar. Para ellos, Akane era un niño maldito y los responsables de ello eran sus padres, por lo que debían vagar en penitencia para lavar su culpa, incapaces de poder encontrar un hogar. Los tres hijos menores del matrimonio fueron abandonados en un templo, para que pudieran ser protegidos por la gracia divina de los kami y el padre, luego de dejar a su mujer para que pudiera encontrar un buen hogar, sacrificó su vida a cambio de que ella y su hijo restante pudieran tener estabilidad. Al poco tiempo, Akane y su madre fueron acogidos en un espectáculo de fenómenos. Todo parecía ponerse en orden para ellos dos luego de las penurias sufridas.

Fue entonces cuando el infierno comenzó.

El temor a que lo ocurrido en la aldea se repitiera, hizo que la atribulada madre mantuviera encerrado a Akane, impidiéndole todo contacto con otras personas para evitar que su maldición afectara a los demás; pero la habilidad del ahora adolescente comenzó a afectarle a ella, ocasionando que se volviera violenta y agresiva con su único hijo, hasta que fue imposible seguir ocultando su existencia: Akane salió huyendo para alejarse de su madre, y se encontró siendo rodeado por la gente del espectáculo. Todos le miraron con una curiosidad malsana, en la cual no reparó al principio, ya que estaba procesando el hecho de estar rodeado de gente y que éstos no estuvieran peleando, ¿acaso su poder había desaparecido?

Un chillido devolvió a Akane a su situación actual, y dirigió la vista al ser que estaba absorbiendo, el cual no era más que un esqueleto arrugado; y lo soltó con una mueca de disgusto para examinar su piel de nuevo. Constató, complacido, que la maldición de las dos almas había remitido y había recuperado una apariencia normal… o todo lo normal que podía ser estando en un cuerpo ajeno, pero no iba a durarle mucho: una vez que mostraba signos de deterioro, éstos no se iban. Tenía que apresurarse, pero no había forma de encontrar a su maestro, lo cual le preocupó. ¿Y si había muerto?

“Yo no moriré nunca”. La voz arrogante de su mentor resonó entre sus recuerdos. “Tengo el secreto de la vida eterna”. Tal vez, con el paso del tiempo, había encontrado una forma de ocultar su rastro por completo, pero aún así había algo que estaba pasando por alto y no atinaba a saber qué era, del mismo modo en que no lograba comprender como había personas que no eran afectadas por su poder. En aquel entonces, había muchas cosas que no sabía y que no deseaba conocer, el haber salido del encierro materno lo condenó a una existencia llena de maltratos y humillaciones, sumado a trabajos forzados dentro del espectáculo, una vida de la que no salió hasta que…

¡Claro, eso era! ¡Ahora sabía qué estaba pasando por alto! ¿Cómo no se le ocurrió antes?

Akane salió del callejón y recorrió la calle con la mirada, fijando la vista en una pareja; las dos mujeres parecían estar discutiendo mientras caminaban, lo cual era perfecto para él. Su poder sobre la ira funcionaba en dos formas: podía esparcirla en el ambiente, provocando peleas y conflictos; o podía encerrarla dentro de una persona para sacar su maldad interna, lo cual hizo en este caso; mirando a la pareja, provocando que una de las mujeres jalara a la otra del brazo y la obligara a avanzar. Akane se adentró en el callejón, y ambas mujeres entraron tras él, una vez que estuvieron fuera de la vista, el muchacho tocó a una de las mujeres paralizándola, no sin antes hacer que soltara a su pareja, para después acercarse a ésta y tomarla del cuello; evitando así su huida.

—Te aconsejo que te quedes quieta —dijo, tumbando a su víctima en el suelo de espaldas a él—. Así lo que vendrá después te dolerá menos.

Akane colocó una mano extendida en la espalda de la aterrorizada chica y luego la levantó como si sujetara una tela; separando su forma astral de su cuerpo físico, acto seguido hizo un aspaviento con la mano simulando cerrar un candado; con lo que ambas cosas quedaron unidas. Había aprendido a manipular la forma astral de una persona para cambiar su cuerpo físico como a él le pareciera mejor, siendo capaz de crear formas de vida nunca antes vistas por ojos humanos, y manipuló a la chica hasta quedar satisfecho con su nueva creación.

Cuando terminó, devolvió la forma astral a su nuevo cuerpo. Lo que había sido una mujer, era ahora una colosal bestia huesuda con patas en el lado izquierdo de su ancha columna vertebral, y tenazas en el lado derecho; de toda su anatomía sobresalían miles de púas, al final tenía una cola puntiaguda, y coronando todo ese horror se encontraba una cabeza romboidal, con dos cavidades huecas por ojos y una ranura inferior a manera de boca. La criatura emitió un rugido y se abalanzó sobre la chica petrificada, devorándola en el acto, para después voltear hacia Akane, que le sonrió complacido. El chico se acercó, soplando el aliento de una esencia sacada de sus recuerdos y ordenó:




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