Gabriel se despertó esa mañana con menos fuerzas que la anterior, su cara pálida le hacía parecer un fantasma, su cuerpo delgado y huesudo le hacía ver como un esqueleto viviente y la luz de sus ojos parecían brasas de un carbón que estaba por apagarse.
Miró a su derecha y vio ahí a su mujer, que siempre lo apoyó y cuidó desde que se enteraron de su cáncer intestinal, la pesadilla de sus vidas.
—Karen… —Le llamó.
—¿Si, Gabriel? —Respondió al instante mientras se levantaba del sillón donde se acostaba.
—¿Y nuestra hija?
—Se la ha llevado mi hermana, ya ha pasado mucho en el hospital con nosotros, la llevará a que se divierta.
—Hiciste bien —Dijo mientras tocía, una tos que parecían carcajadas infernales, un tos que le gritaba a todo el que escuchara “Mírenme, estoy por morir”— Hoy es el día... —Le dijo mientras se limpiaba la sangre de la boca, que se había vuelto tan común como parpadear o respirar.
—¿Cómo lo sabes? —Le preguntó mientras se acercaba a su cama y le apretaba la mano.
—¿Hueles eso? —Le respondió— ¿Sientes eso?
Karen con una mirada confusa respondió que no mientras hacía el ademán de respirar profundamente y pasarse las palmas de las manos por sus brazos.
—Es la muerte. Huelo a pétalos de rosa y azufre combinados, su aroma me envuelve y me intenta arrancar de la cama, siento cómo un delicioso perfume me acaricia las mejillas y me susurra al oído que ya es hora de que me vaya…
—No digas esas cosas nunca más —Le espetó su mujer mientras lloraba. El sonido del aparato que marcaba su pulso comenzaba a disminuir significativamente.
—Karen —Dijo entre sus últimos soplos— Quiero que cuides bien de…
La palabras se le esfumaron de sus labios cual pájaros con el sonido de un disparo. Pudo escuchar como en una nebulosa a su esposa llorar, pero no sólo eso, sintió el frío de la mañana, respiró la frescura de las plantas del jardín del hospital, se sintió en algodones de azúcar, y saboreó mil fresas dulces entre sus labios… Y de pronto cayó.
Se encontraba en un lugar gris, pastizales opacos gobernaban el campo donde se encontraba, el cielo parecía una gran nube sin color alguno, no había sol, ni animales, sólo él parado frente a un camino marcado con granito, el camino parecía no tener fin tras la colina donde parecía terminar.
Cuando se levantó escuchó una voz.
—Gabriel…
Al instante volteó para ver de qué se trataba, era alguien… o algo que tenía una gran túnica color azul oscuro e intenso con la capucha puesta, no se lograba ver nada más que una gran oscuridad en su interior, extrañamente Gabriel no se asustó.
—¿Quién eres?
—¿Quién soy? Soy el primero y el último, soy el inicio y el final, soy la vida y la muerte, soy aquel que todos conocen pero nadie a la vez, soy al que todos temen, soy aquello que temiste durante un año acostado en esa camilla de hospital, pero a la vez soy eso que siempre deseaste cuando te dolía el interior.
—Eres la muerte… —Dijo sorprendido.
—Extraña forma de llamarme tienen ustedes los humanos.
—¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?
—Estás en el comienzo del final, como todo aquel que tengo que traer hasta acá. Sigue ese camino, que yo sólo seré tu guía, tu destino quedó marcado al momento en el que moriste, la tinta secó, detrás de la colina encontrarás el cielo eterno, o las llamas eternas.
—Morí… —Dijo mientras se dejaba caer de rodillas.
—Morir es algo muy superficial, Gabriel, no moriste, pasaste a un siguiente plano, donde tendrás vida eterna, ya estuviste demasiado tiempo entre los vivos para darte cuenta que tu mundo es en realidad un infierno en vida.
—Pero, ¡Mi hija! No me pude despedir de ella, no le pude dar un último beso, no la cargué una vez más… No le recordé que siempre se lavara los dientes… No la podré ver vestida de blanco en el altar… Es injusto —Dijo mientras se soltaba en llanto.
—No eres el único, Gabriel, yo estoy en todos lados y a la vez en ninguno. Puedo tener mil formas y a la vez ninguna, por eso me presento ante ti como un espectro negro que no se deja ver, puedo ser esa bala que asesinó a un soldado, puedo ser aquel cuchillo clavado a traición por la espalda que acabó con la vida de algún apostador, puedo ser el suelo donde se estrelló la cabeza del desamparado que se suicidó saltando del tercer piso, puedo ser uno, y a la vez miles. Puede que mientras esté contigo hablando ahora, en este mismo momento esté siendo aquella bala, puede que esté siendo aquel cuchillo, puede que esté siendo aquel suelo frío y duro, puede que al igual que aquí, esté siendo el guía de otros miles, la única lección de vida es que morirás algún día. Dijiste que fue injusto tu caso, pero, injusta fue la muerte de aquella chica que violaron y luego mataron, injusto fue el caso del niño que murió tres días después de nacer, y no digo que sea injusto para ellos, sino para sus familias, aquellos padres que no vieron a su hija después de que salió por la mañana, aquella mujer que tenía tantas ganas de ser madre y sólo lo disfrutó por tres días. Soy algo Omnipresente, Gabriel, no creas que fuiste elegido para morir. Yo sólo me encargo de traerlos hasta acá una vez su vida haya concluido.
Gabriel no tuvo más que secarse las lágrimas y levantarse.
—Cada paso que des, será un acercamiento al olvido eterno. Hay gente que se queda aquí milenios, pues saben que mientras más caminen más olvidarán lo que una vez fue su vida, para que en el eterno cielo o infierno no sufran por recuerdos hermosos de situaciones que alguna vez pasaron.
Gabriel se detuvo un momento a recordar… La primera vez que cargó a su hija entre sus brazos, cuando besó por primera vez a su esposa, las risas en sus institutos cuando era joven…
Después de unos momentos, volvió su mirada hacia la muerte y le agradeció.
Miró el camino de granito y con una gran sonrisa entre los labios comenzó a caminar hacia su destino.