El recto camino

El recto camino

El camino está parcialmente pavimentado. Árboles a ambos lados, descuidados y retorcidos. Al final lo que semeja una catedral o lo que de ella queda. Cantos y cuatro tejas cuelgan de puntales podridos…

En su interior tal vez aguarden almas en espera de ser atendidas. Me pierdo varias veces en aquel lugar intrincado. Demolido sí, pero al mismo tiempo lleno de incuestionable belleza salvaje.

Paso por adoquines gastados y ligeramente levantados. Dejo atrás piedras en los márgenes y piedras tiradas de cualquier manera en el patio. Cuento lo menos tres portales de hierro forjado que no sirven para nada. Veo una escalera que desciende, otra que algún día ascendió y sobre todo musgo a manos llenas…

Pero ya no, en este momento estoy perdido mientras subo, sin saber el porqué, una colina de tierra desnuda. ¿Qué me impulsa a tal labor? Es que no recuerdo haber llegado a tal punto ni a esta situación.

En la cumbre oteo el océano; magnífico, calmado, resultón. Más allá un islote, un faro y una pequeña embarcación de recreo…

El cielo persiste en su color celeste monótono y la tierra en su apagado verde. Me apetece echar una cabezadita ¡claro que sí! Para cuando alzo los párpados emerge de las aguas un enorme monstruo marino que viene directo hacia mí. Por el camino crea olas gigantescas que se desplazan furiosas por los costados.

Alerto a los demás pero estoy demasiado lejos para que puedan escucharme. Les hago gestos empero no me ven pues he subido tan alto como Ícaro. Quizás aún viéndome me tilden de loco porque allí nadie se inmuta. Tal vez no haya monstruo, o no más que yo mismo o cualquier otro…

Paso a paso voy por la acequia que riega los campos de trigo. ¡Qué calor! Hago equilibrio con los brazos para no caerme. El paso es estrecho y tal cual está, rodeado de vegetación, apenas sé si apoyo correctamente los pies ¡intensa intranquilidad! Zarzamoras y tojos amenazan con sus espinas al metiche de turno que como no sabe qué hacer no hace nada. La tierra entre seca y mojada emana aires a campo.

Curvas y más curvas pegando la acequia al suelo. Prosigue la vegetación enrabietada; el extraño olor a mar sin vida y esta persistente humedad que entumece juncos y huesos. Calor y sequedad van con la primavera casual; viento y sal con el otoño entrante empero ¿y yo? ¿Con quién voy yo si el camino está parcialmente pavimentado?...

Allá termina la acequia pero no lo hace en los campos de trigo sino bajo el arco de un puente tendido, a su vez, bajo las vías del tren. ¿Será cierto? Me espabilo de la siesta a tiempo para ver un pequeño barco varado en la arena. La luz del faro se enciende y entonces incrédulo veo a un enorme monstruo venir hacia mí...

Corro, huyo sin mirar atrás hasta que me fallan las fuerzas. El reflejo del sol se disipa, el monstruo con él. Vuelve a ser lo que siempre fue, un islote. Los restos de la catedral comienzan a recomponerse lentamente. La espera de las almas, en su interior aguardando, parece estar a punto de concluir.

Repentinamente el océano se va secando, la colina derrumbando y yo no puedo escapar de esta apremiante locura por culpa de tres portales de hierro forjado. ¡No servían para nada! ¡Os juro que así era! Mas me están cerrando las salidas…




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