El Reencuentro

Capítulo Catorce: Un segundo intento

 

 

GILL DERICOTT SE DESPEROTO súbitamente, no se movió, no dijo nada, sencillamente supo que no estaba solo, pero tampoco le dio miedo. Con la mirada fija en la puerta de su entre sala se mantuvo tranquilo, he incluso creyó reconocer la presencia.

Max había aparecido sigilosamente en la sacristía, donde el abal solía cambiarse de hábitos y guardaba los ornamentos y otras pertenencias al culto. Max sonrió, el viejo Gill tenía un séptimo sentido. Se alegró de tenerlo como amigo y confidente.                              

—¿Le he despertado? —preguntó caminando hacia el centro de la habitación. La estancia permanecía en penumbra, creando sombras en las paredes.                                  

—No hijo mío— respondió, con aquel tono de voz tan familiar que el bien recordaba.

Solía dormir en aquella postura, de lado y mirando hacia las ventanas, sin perder detalle de nada, casi había olvidado como era dormir toda una noche. Ahora solo necesitaba de tres o cuatro horas de sueño.

—Tu emergencia en venir a verme debe ser muy importante, para entrar en mis aposentos a tempranas horas de la mañana, ni siquiera ha roto el alba—dijo—acomodándose sobre sus almohadones con la mirada fija en él.                      

—Necesito de su ayuda, —dijo Max acercando una silla hasta la orilla de la cama. —O, mejor dicho, necesito de su monje médico. El motivo por el que Valentina no está aquí con mi hermana es por su frágil salud. Su cuerpo esta envenenado y un sexto sentido me dice que hay algo más, y la cura convencional no está ayudando mucho. El abal quedo pensativo, con sus manos en su regazo miraba hacia el exterior de la ventana, sabia a lo que se refería.          

—Nada tiene de mágico el hecho de curar por mediación de hierbas, pero es necesario ser un buen sabedor, y nosotros aquí hacemos mucho uso de ello. Estoy seguro de que podremos ayudarla, —añadió—viendo la preocupación reflejada en la cara de Max. Este le contó todo lo sucedido en la Fortaleza y del destino de Igor. —Quiero traerla lo antes posible—continúo—. Estoy seguro que en unos días estará lo bastante mejorada como para hacer el viaje en carruaje.              

—No te preocupes Max, —el viejo Gil se sentó en la cama y apoyando su mano sobre su brazo trato de darle palabras de ánimos. —Aquí estaremos esperando vuestro regreso. En un par de horas hablaré con el hermano Thomas, es el mejor experimentado en medicina que jamás hayamos tenido aquí. Estoy seguro que él sabrá que hacer.  

                                                                            ***

CUARENTA Y OCHO HORAS MAS TARDE, la pequeña comitiva compuesta de dos jinetes y un carruaje, abandonaban el lugar ante la tristona mirada de la señora Durman, quien, aferrada a su chal de lana y apretando contra su pecho una pequeña bolsa de monedas, decía adiós por cuarta vez a la aún convaleciente Valentina, quien, con la pena de quizás no volverla a ver, se despedía con un, mil gracias por todo.

Faltaba poco para que rompiese el alba, las primeras tonalidades rojizas de la luz de sol asomaba en la lejanía. El cielo se veía azul, sin nubarrones acechando para descargar su furiosa lluvia, como venía ocurriendo desde hacía días. Aquello suavizó el ánimo de todos, la infección de Valentina mantenía en jaqué su salud y los nervios de ellos.

La fiebre había bajado, pero se resistía abandonarla, aun así, se dirigían camino hacia la abadía. Esta vez no habría sorpresa ni nada que les impidiese llegar a su destino. Todo estaba preparado para su llegada. Lo único que tenían que hacer en el trascurso del viaje era, mantener los vendajes limpios y cambiarlos dos veces al día.

La desgracia del incidente fue al intentar escapar de ser encerrada en la Dama de Hierro y en un intento de zafarse de las manos de Igor, las agujas de acero rasgaron el vestido y la piel, estas estaban infectadas con el veneno letal. Max cabalgaba al costado del carruaje, cerca de la ventana, desde donde podía verla e incluso hablar sin tener que parar.

Esta vez él no lo dudo y compró una Berlina de cuatro ruedas, totalmente cerrada de color marrón con visillos que cubrían las angostas ventanas a cada lado del carruaje. Su interior había sido alterado para el viaje: los asientos de igual tamaño habían sido retirados y colocados en posición vertical creando una superficie lo más parecido a una cama, con un colchón y grandes almohadones, haciendo el viaje más cómodo y llevadero.

La señora Durman, he incluso le había regalado dos vestidos de talla más grande para que tuviese mejor movilidad al pasar horas en la misma postura. Esta vez iban equipados con cestas de frutas y comida casera echa por ella. Ciprian conducía el carruaje, Max y Luck cabalgaban a cada lado custodiandolo.

Por segunda vez se dirigían hacia pequeño Puerto de Beauvoir. Allí, lo esperaba un barco para llevarlos hasta la abadía. Max miró hacia atrás por última vez, la señora Durman seguía allí, de pie sin moverse de lugar. Él sonrió, había sido muy generoso con ellos. Con la cuantiosa cantidad de monedas que le había dado en el trascurso de su estancia en la posada, tendrían un fututo seguro y cómodo sin preocupaciones. Estaba más que seguro que ellos nunca serian olvidados. No todos los días pasaban por su posada huéspedes tan generosos o quizás fue una bendición más del Santo Dimas.     

                                                                     ***                                                                     

Aleyda, contaba las horas para volver a reunirse con sus hermanos, Max le había contado todo lo ocurrido desde que Valentina fue secuestrada, sintió rabia por no haber podido ayudar y lastima por ella. Saber que estuvo a punto de morir en manos de Igor, debió ser una experiencia horrible, se prometió ayudarla y hacerla olvidar todo aquel mal episodio. Ella había corrido mejor suerte, pensó. Estaba sana y a salvo en la abadía, donde la cuidaban como a una princesa, a pesar de aburrirse, sin nada prácticamente que hacer y todo el tiempo disponible. Pero una vez que Valentina estuviese allí. Todo sería diferente, se dijo. El abal había sido generoso con ella, dejándola salir alguna que otra vez fuera del recinto disfrazada de monje, aquello había sido un escape a su monotonía, por mucho que leyera y pintara, los días allí dentro pasaban como horas muertas.  




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