El Reencuentro

Capitulo diecisiete Simplemente..Imposible

                                                                                                                                                  

LOS DIAS PASARON RAPIDOS Y LA HORA PARA abandonar la abadía se acercaba a su fin. Valentina estaba lo bastante recuperada como para hacer cosas por ella misma, aunque para Max aún no estaba como él quiera. Le vendría bien dar paseos cortos y baños de sol para tintar sus pálidas mejillas. Hasta había alquilado una casa en el pueblo con sirvienta.

No tenía prisa, se tomarían todo el tiempo necesario para estar juntos, tenían planes y un futuro pendiente del que hablar, sin sus hermanos merodeando alrededor que los interrumpiesen. Estos dos decidieron que irían a Paris, Ciprian quería enseñarle a Aleyda lo más glamuroso de la ciudad y sus encantos, eso animó el espíritu juvenil de su hermana de tal manera, que la lista que había hecho, se veía interminable. Estaba decidida en comprar todo Paris.

Luck abandonó la abadía días antes. Volvía a su casa, a su escondite favorito. Volvía a sus cachivaches y a la vida tranquila de la comuna. Pero esta vez prometió hacerles una vista en primavera. Max estaba muy agradecido por la ayuda y apoyo incondicional de su amigo, y también por los cuidados recibidos durante su estancia en la abadía. Estaba dispuesto a no escatimar en su próxima donación.

Decidió escribir a su mayordomo Morris con bastante antelación, quería que la mansión estuviera lista para cuando ellos estuviesen de vuelta. Max se había encargado de cuidarlos durante su larga ausencia, había corrido con todos los gastos que conllevaba el cuidado de la gran propiedad. Él era bastante responsable como para cuidar de todos los que vivían bajo su techo. Unos golpes sonaron en la puerta, haciéndole levantar la vista de la carta.                

—Adelante —dijo levantándose de su silla Se sorprendió un poco al ver al abal acompañado del hermano Thomas, hombre inteligente y gran conocedor en medicinas curativas y alquimia y ahora se le veía un poco incómodo.                                                  

—Espero que no te hayamos sacado de algo importante —dijo Gill entrando en el estudio.                  

—Para nada —contestó el, rodeando la mesa escritorio—. Estaba escribiendo a mi mayordomo, —dijo— sin darle importancia a la carta. Max les ofreció asiento. El abal ocupó una de ellas, el hermano Thomas prefirió quedarse de pie, a su lado. Por segundos se produjo un silencio incómodo. ¿Acaso seria Valentina?, pensó. Pero prefirió no adelantarse a los acontecimientos.

Le había jurado a ella que nunca más volvería hacer uso de su cualidad de leer la mente ajena, ahora se estaba arrepintiendo de habérselo prometido. El abal se volvió ligeramente y despidió con un ademán al hermano Thomas, éste con una leve inclinación de cabeza se marchó, dejándolos solos.                    

—¿Ocurre algo? —Hubo un sombrío silencio, Max supo que estaba a punto de ser conocedor de una notica, y quizás no era buena. Debía de ser algo serio, se dijo. Y todo ese misterio le estaba matando, pensó. Sentándose en el filo de la mesa, delante del viejo Gill. Una de sus virtudes era la escasez de paciencia y el, lo estaba poniendo a prueba.      

—¿Por qué no te sientas hijo? —sugirió señalándole la silla vacía a su lado.  

—No gracias, sea lo que tenga que decirme prefiero estar de pie, padre. —Aquel tuteo entre ellos, se labró con los años de confianza y respeto, y era claro que una conversación personal se avecinaba.

Gill era conocedor de los sentimientos de Max hacia Valentina, quizás querría darle la charla de lo prudente que era casarse y vivir bajo el yugo marital. Y aunque él no era creyente le daría a ella la opción de elegir donde, cuando y como.                                                  

—No te preocupes Max, no es nada malo, al contrario, es sorprenderte de cómo su cuerpo maltratado por las fiebres haya podido mantenerlo.

Max ladeó la cabeza sin entender  

—¿Puede ser más preciso? No sé a qué se refiere.

El abal notó la expresión de preocupación en su cara, respiró hondo y dejo que las palabras fluyesen solas de su boca.

—La joven Valentina… —suspiró de nuevo. —Lleva en sus entrañas a tu heredero. Vas hacer padre.      

—¿Cómo?... —quedó pasmado. Por segundos se quedó mirándolo fijamente quizás con expresión de idiota. Sus rodillas flaquearon, tuvo que apoyarse en el escritorio para recuperar el equilibrio, no supo que decir. Clavó la mirada en el crucifijo que Gill Dericott llevaba colgado al cuello.

Tenía que haber un error, se dijo. Él no podía… Por su condición jamás creyó… Y ahora ella estaba esperando un hijo. Su hijo o su hija... eso era loque menos le preocupaba. Por primera vez en su larga existencia, el destino lo había pillado por sorpresa.

Su primer impulso fue, dirigirse a paso lento hacia el cajón del escritorio, sacó dos vasos y una botella de coñac francés, los llenó y sin preguntar puso uno delante del abal, quien lo agradeció vaciándolo de un trago. Aquello jamás paso por su mente. ¿Cómo pudo el…? ¿Sería su parte de genética humana?  

—¿Se lo dijo ella? ¿Cómo lo ha sabido?—Fue lo único que supo articular.                                            

—No, por supuesto que no. Pero el hermano Thomas, fue un hombre de mundo, por llamarlo de alguna manera. Según el, notó algunos síntomas de que pudiera haber engendrado. Si seguimos el siglo lunar de un embarazo, Valentina ha dejado atrás las tres primeras lunas crecientes. Estoy seguro que el Espíritu Santo traerá luz a tu mente, hijo mío—añadió—. Mientras se levantaba de la silla. —Sea lo que necesites, ya sabes dónde encontrarme.                                                  

—Gracias, padre—dijo Max, viéndolo cruzar el umbral de la puerta, dejándolo allí, con aquella bomba de noticia. ¿Qué haría ahora? se dijo. Y ahora más que nunca necesitaba a… Dirigiéndose en busca de su hermano, cortó la distancia en varias zancadas hacia las escaleras. Los adoquines de los escalones crujieron bajo sus botas, mientras cruzaba la galería, analizaba las palabras del abal. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba.




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