Por un segundo me creo sus palabras. Dejo que el sentimiento caliente penetre en mis células sedientas de fuego. Mi mejilla descansando en su pecho que golpea mis oídos con fuerza. Sus brazos rodeando mi cuerpo igual de ansiosos que los míos. Noto un par de besos en la coronilla, unas palabras susurradas que no quiero escuchar y una promesa implícita en su discurso que amenaza con derribar el muro que me he encargado de levantar entre nosotros. Ojalá todo fuera así, ojalá la vida fuera tan sencilla como hacer lo que te dicta el corazón. Sería todo más sencillo, dejarte llevar sin hacer caso a las advertencias de la mente. Porque la mía ahora mismo me está gritando tan fuerte que me aleje que temo volverme loca. Por eso, solo son unos segundos. Unos minutos, a lo sumo, en los que me permito cerrar los ojos y disfrutar de su olor. De la sensación de estar en una zona segura en la que poder ser débil por un breve periodo de tiempo. Pero Hardy no es un refugio, es una emboscada.
—Para —zanjo alejándome del confort de sus brazos—. No puedes hacer esto.
Me remuevo, zafándome de la cercanía. Su mirada dolida busca en el torbellino de la mía. Está viendo tantas cosas en mis pupilas que no puede distinguir una sola emoción, no sería la primera vez que le pasa.
—¿Hacer qué, Iris? —suspira con tono cansado.
No me había fijado en las ojeras que pintan de oscuro los bordes de sus ojos. Tampoco, en las múltiples marcas que surcan su pelo oscuro o en la camisa que lleva fuera de los pantalones. Odia tanto llevar traje que me sorprende que esté frente a mi puerta vestido así. Eso significa que no ha pasado por su casa, ha salido del despacho y ha venido directamente a echarme cosas en cara que no comprende. O quizás el problema sea que sabe demasiado bien de qué está hablando.
—¡Esto! —Nos señalo—. No puedes venir a echarme cosas en cara y mucho menos si tiene que ver con Penélope. Llevo toda la vida encargándome de ella. He mirado por su bienestar incluso en momentos en los que sabía que tendría que sacrificar el mío para conseguirlo. Así que no, no tienes derecho de venir a decirme que voy a abandonar. No lo he hecho nunca y no voy a comenzar ahora. Yo no soy mi madre, Hardy. Yo nunca seré como ella.
—Sé que no estás abandonando, pero sí te has rendido. —Inspira profundamente, apoyándose contra la barandilla del porche—. Estás dispuesta a cederle la mitad de la custodia a un hombre que dejó que durante años convivieran con un monstruo cuyo pasatiempo era golpear a tu madre mientras tú mirabas.
Y no solo a mi madre.
—Él no sabía nada —lo corto tajante. No quiero entrar ahí.
—¡No me jodas! Claro que lo sabía, pero es más sencillo mirar para otro lado que enfrentarte a una realidad como esa.
—No voy a discutir esto, Hardy. Si tengo que aceptar la custodia compartida para que Jen no vaya a prisión, lo haré. No hay más que hablar.
—¿Que no hay más que hablar? —ríe incrédulo—. ¿Por qué acudiste a Carlos en lugar de hablar conmigo como habíamos quedado? ¿Por qué me escondes estas cosas, Iris? ¿Eres consciente de que si no confías en mí, no voy a poder hacer nada por mantener a Penélope a tu lado?
Vale, puede que tenga razón. Debería haber hablado las cosas con él, informarlo de mis ideas. Si no lo hice fue porque sabía que me haría cambiar de opinión. Sabía que él vería el miedo en mi mirada, que notaría el temblor y el corazón acelerado. Vería que era una decisión desesperada marcada por el miedo que no quería que supiera que sentía. Porque tenía mucho miedo, más del que recordaba haber tenido nunca. Ni siquiera cuando venía a mi madre tirada en el suelo, sangrando, recordaba haberme sentido así: asfixiada.
—Porque sabía que tú no me harías caso —confieso sincera. No tengo ganas de discutir, no me quedan fuerzas para esto. Ahora mismo el enemigo es otro.
—No, no acudiste a mí porque sabías que no te dejaría hacerlo. No te dejaría rendirte sin luchar, nunca lo has hecho y no veo que tenga que comenzar ahora —se acerca un par de pasos a mí—. Necesito que confíes en mí. Que confíes en que voy a luchar contra quien sea necesario para mantenerla a tu lado.
Y confiaba. Por mucho que me negara a verlo, confiaba tanto en él que me sentía estúpida. Cómo puedo creer las palabras del mismo individuo que pasó meses mintiéndome. Cómo puedo seguir sintiendo que me falta el aire cuando lo tengo al lado. No me comprendo. No sé cómo gestionarlo.
—Lo hago, ya te lo dije.
El viento soplando suavemente sobre nuestra piel, la noche cerrándose, oscura, a nuestro alrededor. Puede que fueran los grillos que cantaban una serenata ruidosa a lo lejos, la luna que jugaba con las sombras o los pasos que había restado a nuestra distancia, pero su presencia era abrumadora. Me consumía.
—Sí, lo dijiste, pero tus palabras son una cosa y tus acciones totalmente lo contrario.
—Eso me suena de algo... —una punzada atraviesa mi corazón, un dolor agudo sin fin.
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Editado: 28.10.2024