El reflejo de Iris

Capítulo 20

 

Es una mierda saber que eres la razón por la que todo explota a tu alrededor

 

Es una mierda saber que eres la razón por la que todo explota a tu alrededor. Soy como las especies invasoras que entran en ecosistemas equilibrados para destruirlos. Ese pequeño aleteo de mariposa que logra desencadenar un sin fin de consecuencias inesperadas e impredecibles. Como una pandemia que comienza con un caso aislado y cuando quieres actuar ya es demasiado tarde. Demasiado tarde. Siempre he llegado tarde. Cuando ese coche explotó en mil pedazos, cuando mi hermana entró en coma, cuando alejé a Ana o cuando mentí a Iris. La ayuda tardó demasiado, las explicaciones nunca llegaron, las verdades se quedaron encerradas en mi garganta, mi miedo jamás pudo abandonarme y la vida ha ido pasando en un constante bucle de llegar tarde a las conclusiones, a las acciones, a las cosas importantes. Pero esa es la puta broma del destino, ¿no?

Quiero reír, quiero llorar, quiero mandarlo todo a la mierda y meterme de lleno en ese puto agujero  que sé que nadie se atreverá a pisar por miedo a no salir jamás. Podría hacerlo, podría dejar de luchar contra mis demonios. Lo haría, joder. Juro por Valentina, lo más sagrado que jamás tuve, que estaría dispuesto a hacerlo si no hubiera aprendido una mierda de todo lo sucedido. 

La conversación que tuve con Agatha anoche me vuelve a la cabeza. 

—Bajaría a un Santo del cielo si con ello consiguiera arrancarte de la cabeza esas ideas negras que rondan tu mente, hijo.

Una sonrisa se formó en mis labios cuando sus manos arrugadas me abrazaron desde atrás. Un par de mechones blancos se escaparon de su recogido bajo, haciéndome cosquillas en el cuello.

—No le daría tanto crédito a un Santo. Dicen que son los peores.

Una colleja fue toda su respuesta, la misma que he recibido siempre que me he pasado de listo. 

Sus pasos son cada vez más lentos y pesados. Los años se van notando en la curvatura de su espalda, el tono blanquecino del cabello, las arrugas de su rostro y la mirada cansada en la que aún brilla vida. Cuando la miro, veo el reflejo de una madre, una guía infinita. Siempre lo fue y cuando las perdí se convirtió en todo lo que me quedaba, porque no soportaba mirar a mi padre a la cara. No podía ver los ojos de un hombre que decía estar hundido y jamás pisó la habitación en la que murió su hija. No soportaba que ellas me hubieran dejado ni que él me abandonara cuando era lo único que me quedaba. No soporté lo vacío que me sentí, lo roto y desesperado que estuve durante esos meses de agonía en los que prácticamente vivía junto a esa cama del área de pediatría del hospital. Mucho menos pude con la completa desolación que me golpeó el día de su muerte. De la muerte de mi ángel, de Valentina, de la niña de las sonrisas infinitas, la que amaba la pasta e imitaba francamente mal el acento italiano. 

—Ana acaba de marcharse —comentó como si no supiera que hablaba de mi primer amor, mejor amiga y hermana de Isan. 

Las alarmas se encendieron iluminando los rincones oscuros de mi cabeza, apagando la luz cálida de las hogueras que el recuerdo de Valentina había traído consigo. 

—¿Está todo bien?

—Uhum—menea la cabeza—. Ha venido a tomarse un té conmigo, hay muchas cosas de las que teníamos que ponernos al día. Como ese chico que trabaja en el Pub. 

—Ella es más de café —suelto sin pensar. Porque es verdad, odia el té, solo toma porque sabe que con la hipertensión Agatha no puede tomar cafeína. Paso por algo la última parte de la frase a propósito. 

Asiente pensativa. La cuchara de su nueva infusión golpeando la cerámica de la taza en cada vuelta.

—Lo sé. Siempre ha sido fanática de esos mejunjes dulces que hacen en las cafeterías de hoy en día. Desde pequeña apuntaba maneras. ¿Te acuerdas de cuando le echó dos tabletas enteras de chocolate al café y se pasó toda la noche llorando por las esquinas porque le dolía el estómago?

Río recordando la escena. 

Llegué a casa hecho polvo después de que el entrenador nos hubiera hecho correr media hora más por no haber dado el cien por ciento en el entrenamiento. Para él, el fútbol era una forma de vida, no un deporte. La parte de la diversión que engloba a las actividades física había desaparecido de su brújula hacía mucho tiempo. No me sorprendió tropezar con un par de bailarinas blancas, ni ver una mochila verde chillón colgando del perchero del recibidor. Tampoco era extraño que sonaran canciones de High School Musical, Ana me había hecho verlas tantas veces que me sabía el diálogo de las tres películas. ¡Tres jodidas películas! Que se dice pronto. Créeme cuando te digo terminas volviéndote medio loco cuando escuchas al puto Troy Bolton más que a tu propia voz interior. Ni siquiera entendía qué le veía Ana y el ochenta porciento de la población juvenil.  

Tiré las cosas a un lado antes de ir a por un poco de agua a la cocina. Necesitaba hidratarme bien si quería sobrevivir a otra maratón de HSM. En realidad, lo único que me apetecía antes de saber que ella estaba aquí era una ducha fría y tirarme con música en la habitación. Ese era uno de los superpoderes de Ana. Lograba hacerme olvidar el resto del universo cuando ella estaba a mi alrededor. Nunca me paré demasiado a pensarlo. Éramos amigos y los amigos hacen eso, ¿no? Era Ana, joder. La hermana de Isan, mi mejor amiga. No podía ser nada más. 




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