Bajo las escaleras con la cabeza aún nublada por los recuerdos. Si me concentro lo suficiente puedo ver a Valentina correr escaleras abajo directa a la piscina donde le encantaba pasar las horas jugando, o a mi madre pintando en su estudio los cuadros que ahora adornan las paredes de mi casa. Si me esfuerzo, puedo verlas. A quién quiero engañar, las veo cada puta noche. Cada vez que cierro los ojos la pregunta del millón me ronda como un depredador sediento: ¿por qué ellas y no yo? En ocasiones, preferiría haber muerto en ese accidente. Era mejor no sentir nada que notar la pérdida punzando con cada maldita inspiración.
—Son unas niñas estupendas, pero estoy segura de que esos dos pequeños cerebros juntos nos darán más de un quebradero de cabeza en unos años —dijo una voz suave casi desconocida.
Era Vanesa, la madre de María. Parecía una buena mujer, al menos no miraba a Iris como una descerebrada cada vez que iba a dejar o a buscar a Penélope. Yo mismo había sido testigo de las malas lenguas y comentarios hirientes de ese nido de víboras que hacen llamarse madres. Lo más triste era que cuando yo la iba a buscar no había problema, pero cuando Iris aparecía por allí, la educación sexual y embarazos juveniles eran el tema del día. Cinco años y aún seguían con las mismas estupideces. Era tan irritante que a veces la acompañaba solo para que las brujas se mordieran la lengua y se atragantaran con su propio veneno.
Por lo que sabía, María y la peque eran amigas desde prácticamente siempre. Habían crecido juntas en la guardería y ahora compartían clase en el colegio. En verano era imposible separarlas, parecían siamesas. Tanto así que la mujer se había visto en la obligación de apuntar a su hija en la misma guardería a la que Penélope asistía cuando Iris estaba trabajando. Sobretodo ahora que no podía contar con la ayuda de Mandy, la madre de Jen, por razones obvias.
—No cabe duda.
La risa de Agatha se mezcla con el ruido de las niñas que juegan en el exterior. El verde del césped entra por la ventana junto a una brisa fresca que acaricia mis brazos. La casa está llena. Parece que la vida haya vuelto después de cuatro años, once meses y veintisiete días.
Cierro los ojos cuando siento que el corazón se me va a salir del pecho. La sangre latiendo en mis oídos. Casi cinco años. Mis músculos se tensan con el pensamiento. En tres días hará cinco años que las perdí. Cinco años que mi vida se acabó en una carretera secundaria de mala muerte. Cinco años y no ha habido día alguno en el que no me acordara de ellas. No ha habido un solo mes en el que no haya deseado haber explotado con ese coche.
Miento.
Sí hubo un momento en el que me sentí afortunado de seguir con vida. Porque ella me la devolvió.
Noto su presencia antes de que sus palabras susurradas lleguen a mi oído.
—Gracias.
Gracias por no abandonarme. Gracias por no dejarme sola. Gracias por seguir aquí.
Su respiración en la piel de mi mejilla, sus labios tan cerca de mi oreja que la rozan sin cuidado. La tensíon de mi cuerpo no desaparece, se vuelve más palpable, pero por razones muy distintas. Iris me despierta todo. Absolutamente todo.
—No hay nada que agradecer.
Lo digo de verdad. Sé que en su mente le estoy haciendo algún tipo de favor. Que la ayude con el caso contra Jon, su ataque de pánico de anoche, que Agatha cuide a Penélope; nada de eso son favores. No lo hago por ella, lo hago por mí. Porque soy tan egoísta que quiero verla sonreír y haré lo que sea necesario para conseguirlo. Siempre estoy yo por delante, porque soy un jodido egoísta de mierda. Pero, oye, que el primer paso es aceptarlo.
—Sabes que sí —asegura con una determinación muy propia de ella.
Me giro lentamente. Ahora no veo niñas en un jardín ni señoras tomando café. La veo a ella. A ella y sus ojos tan inmensos como todos los mares y océanos juntos. A ella y sus miedo ocultos tras capas de hostilidad. A ella y su debilidad bien escondida bajo era fortaleza inquebrantable. La veo y juro que jamás he visto algo tan bonito. Es preciosa. Capaz de robarte el aliento sin miramientos.
Mis brazos buscan la calidez de su cintura. Nuestros cuerpos se encuentran con una facilidad que a ninguno nos asombra. Sabemos leernos incluso cuando no queremos ni mirarnos. La veo y ella es capaz de verme a mí. Y por primera vez en mucho tiempo me siento libre. Ya no soy una bestia contra los barrotes, ahora soy un manojo de miedos que corretean por cada maldito rincón sin temor a asustarla.
Estoy a punto de decirle que entiendo el trasfondo de ese agradecimiento cuando sus labios se encuentran con los míos, tan ansiosos por decirme todo lo que no pueden pronunciar como yo. Dejo que los miedos se escondan y la libertad reine en un caos inigualable. No hablo de ese caos destructor que arrasa con todo, hablo del caos previsible. Del que ves llegar de lejos y te preparas para abrazar con todas tus fuerzas. Como una ola. Una ola que te cala hasta los huesos.
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Editado: 28.10.2024