—¿Vuelves para la cena? —los rizos de Penélope me hacen cosquillas en el cuello—. Agatha nos deja cocinar.
Mis ojos encontraron la confirmación de lo que podía ser una muy mala idea en los ojos amables de la anciana que cortaba sandía.
—¡Y vamos a hacer galletas de chocolate para merendar! —María se une al abrazo gritando con entusiasmo en mi oído.
—¡Y tortitas, Ve!
Las alejo de mi cuerpo lo suficiente como para no quedarme sorda entre los gritos y risas de las niñas. Me paro un segundo más de lo normal para observar la sonrisas que pintan sus caras. Siempre he procurado que Penélope no perdiera la suya, que a pesar de todo lo que ha pasado tuviera algo por lo que sonreir. Juro que lo he intentado con todo lo que soy y lo que tengo, espero no fallarle ahora. No sé qué podría pasar si Jon consiguiera su custodia, si me la arrebataran, si la apartaran de mis brazos para dejarme tan sola como me sentí hasta que ella llegó a mi vida.
La sola idea hace que se me congele la sangre. No. Eso no va a pasar.
—Solo serán unas horas, chicas. Estaremos de vuelta para la cena.
Asienten al unísono antes de desaparecer por las puertas acristaladas de corredera que dan al jardín completamente abiertas. La brisa fresca acaricia la piel expuesta de mis piernas, haciendo bailar al dobladillo del vestido turquesa. Me acerco al marco de la puerta donde me dejo caer sobre un lado de mi cuerpo. Cierro los ojos cuando los rayos del sol inciden sin piedad sobre mi cuerpo. Hace tanto tiempo que no me permito hacer esto. Disfrutar del momento sin pensar en nada más es un deporte de alto riesgo para alguien que está a punto de perder su vida como la conocía. No puedo perderla. Mi hermana, mi responsabilidad.
Abro los ojos decidida. Si tengo que enfrentarme a mi pasado, lo haré con la cabeza bien alta, aunque las manos me tiemblen solo de pensarlo y el sudor las vuelva gelatina líquida. No estoy preparada para esto, tengo que estarlo.
Las niñas saltan a la piscina intentando caer sentadas en el flamenco rosa de un tamaño descomunal que flota en la superficie del agua. Sonrío con la imagen. Es feliz, estoy haciéndolo bien.
El césped verde brilla por las gotas de humedad que salpican fuera de la piscina, Pol, nuestra perra, descansa a la sombra de uno de los árboles del fondo, un par de disfraces de unicornio descansan sobre las hamacas y el sonido de la risa de María y Penélope pinta la tarde de un color esperanza que cala en todos mis huesos. Es curioso cómo han cambiado las cosas; donde antes reinaba el blanco y el negro ahora hay color, vida.
No le había dado demasiado importancia hasta ahora. La casa ha cambiado, hace meses que se comenzó a sentir como un hogar. Sé que si abro el ropero de la despensa, encontraré nuestra comida favorita o que si miro en la estantería del salón, estará la colección entera de películas preferidas de mi hermana y las comedias que Hardy dice no disfrutar pero termina viendo conmigo. Meses de recuerdos, de vivencias, de besos, carias y sonrisas que se vieron empañados, rasgados y destrozados por una mentira. ¿Ha valido la pena? ¿Ha valido la pena tirarlo todo a la basura? ¿Es una mentira capaz de borrar toda la verdad que hemos vivido?
No. Puede que él no pudiera pronunciarlo, pero sus acciones siempre han hablado cuando le han fallado las palabras. Por eso me dolió, porque por mucho que él se negara a sentir yo escuchaba mi verdad y sentía la suya. Claro que estuvo tan centrado en negárselo que se lo repitió hasta hacerlo realidad. Me lo había advertido, pero yo no quise escucharlo.
«El hielo también quema, Ve.»
—¿Seguro que no será un problema quedarte con las dos? —salgo del laberinto en que se estaban convirtiendo mis pensamientos para dirigirme a Agatha—. Sé lo intensas que se pueden llegar a poner a veces, no dejan de ser dos niñas de seis años.
Con un movimiento de cabeza desestima mi pregunta, casi pareciera que le ofende que pueda pensar lo contrario.
El silencio reina en la cocina, uno de esos cómodos y reconfortantes que te envuelven entre algodón y te animan a bajar la guardia. Veo a la anciana perdida en sus propios pensamientos, sonriendo cuando las peques gritan y corren de un lado para otro, suspirando cuando una termina quejándose de que la otra ha hecho trampas.
—Le has devuelto la vida, mi niña —su manos sobre la mía ejerciendo presión—. Gracias.
¿Habrá visto lo mismo que yo? Quizás también se haya dado cuenta de que la casa silenciosa y vacía se ha convertido en un ruidoso caos. Estaba a punto de preguntar a qué se refería cuando sentí su calor. Sus manos rodeando mi cintura, su barbilla apoyada en mi cabeza. La diferencia de altura a veces daba asco. Sobre todo cuando puedo sentir cada maldito músculo bien definido aplastado contra mi espalda.
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Editado: 28.10.2024