El reflejo de Iris

Capítulo 31

 

 

Era adictivo

Era adictivo. Tenerla entre mis brazos era adictivo. Algunos mechones rubios se enredaban entre mis dedos, deslizándose como agua sobre la roca. Las largas pestañas vibraban con el movimiento silencioso de sus ojos bajo esos párpados de porcelana cerrados. La luz de la mañana rozaba el horizonte, bañando la habitación con una luz suave. Su respiración seguía el compás de la mía. Quizás fuera al revés. Hace tiempo que dejé de intentar comprender cómo funcionaba. ¿Cuál era el límite en el que ella comenzaba y yo terminaba? 

Se removió cuando Penélope hizo lo mismo en sus brazos. Nos habíamos quedado dormidos viendo una de las películas de la peque. Se sabía los diálogos y yo estaba comenzando a aprenderlos. Después de Frozen y Brave, Moana era pan comido. La posición me recordó a una de esas noches en las que tenía el mundo entre mis brazos —ellas— y decidí salir corriendo porque estaba demasiado asustado como para comprender la inmensidad de lo que estaba experimentando. Ahora era diferente. Cuando las tenía así, lo último en lo que pensaba era en salir corriendo. Por el contrario, sentía la extraña necesidad de aferrarme a ellas y no dejarlas escapar jamás. Me lo debía a mí y también a ellas, mientras pudiera lucharía con todo lo que tuviera para evitar que salieran por esa puerta sin mirar atrás. 

Pe volvió a moverse buscando mi mano que hacía unos segundos había dejado de acariciar sus rizos para moverse hasta las ondas desordenadas que se le formaban a Iris cuando dormía. Su ceño fruncido y labios apretados eran la viva imagen de la disconformidad. No pude evitar sonreír al ver sus facciones relajarse con mi contacto. Valentina hacía lo mismo. Estoy seguro de que se habrían llevado bien. 

El calor que usualmente me quemaba el pecho al pensar en ella, fue una caricia suave al corazón. Ya no quemaba, no ardía en lo alto de la garganta. Iris me ayudó a entender que haber amado era mejor que jamás haberlo hecho y les debía eso. Les debía abrazar lo que sentía por ellas en lugar de renegar de cualquier sentimiento que pudiera traer dolor consigo. 

Lo peor de todo es que me negaba a sentir nada porque sentía demasiado. Y mientras intentaba esconderlo todo debajo de decenas de capas , ella se encargó de derretir un pequeño agujero en mis murallas para poder llegar a mí, al yo que se escondía detrás de la máscara de hielo. Estaba aterrado, tanto que la eché de mi coche en mitad de la facultad. La dejé tirada y cuando decidí volver y las cosas se ponían demasiado serias, corría a meterme entre otras piernas para asegurarme de que no había nada más de atracción y algo de pena. ¡Pena! Joder, si el único penoso era yo y mi puto comportamiento de mierda. Lo peor de todo es que volvería a hacerlo, reharía cada paso del camino si eso me asegurara tenerla así, respirando contra mi pecho con Penélope acostada entre nosotros. 

 —¿Estás despierto? —la adormilada voz de Penélope me sacó de mi ensimismamiento. 

—No.

Fingí un par de ronquidos justo antes de que la risa de la peque iluminara la habitación tanto como los tonos anaranjados-rojizos del sol que se colaba entre las cortinas. 

—¡Sí lo estás!

—Bueno, puede ser, pero solo porque tengo un plan en mente y necesito ponerlo en marcha. 

Sus ojos adquirieron un brillo especial al que me había acostumbrado demasiado rápido. ¿Qué haría si alguna vez esos dos luceros se apagaran como lo hicieron los de Valentina? ¿Cuándo se habían apagado los de Iris? ¿Durante las mañanas en las que limpiaba las heridas de su madre? ¿Las noches en las que se escondía con su hermano? ¿Las veces que ella era la ejecutora de las enfermizas lecciones del que se suponía que era su padre? 

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, consiguiendo que la mirada de Penélope volviera a adquirir ese tono preocupado que llevaba nublándola desde hacía cuatro días. 

Desde que Iris finge estar bien. Desde que todos intentamos darle su espacio para procesar lo que ha contado sin agobiarla ni dejarla sola en ningún momento. Su lenguaje corporal pide compañía a gritos. No solo hablo de esas veces que agarra mi mano tan fuerte que siento que me va a cortar la circulación o esas otras en las que da un paso en mi dirección cuando cree que me voy a ir. También me refiero a la infinidad de horas que pasa en la cocina con Agatha porque es más sencillo mantener la mente ocupada que dándole vueltas a algo que todavía tiene el poder de hacerle daño. Hablo de estos cinco días en las que Jen e Isan parecen haber establecido mi casa como segunda residencia, de las tardes en las que pasa horas tumbada en las hamacas del jardín con André hablando de Dios sabe qué o de la noche en la que se agobió tanto que le pidió a mi cuñada que viniera a buscarla porque, de una forma u otra, la morena sabía de primera mano lo que aquellos años significaron para Ve. Para ambas, en realidad. 

Era un puto milagro que Penélope hubiera salido casi ilesa de la situación. Miento. No era un milagro. Era sacrificio. Iris sacrificó el brillo inocente de su mirada para mantener intacto el de su hermana. Era amor en el estado más puro que había presenciado jamás. Sabía bien de lo que hablaba, sé lo que es romper tu corazón para mantener otro intacto. Los ojos avellana de Analise aparecieron ante mí, tan rápido que podría haber dudado de si eran los de ella si no me conociera de memoria cada maldito subtono que tienen. 




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