El reflejo de Iris

Capítulo 32

El dolor es una suave caricia del infierno capaz de calcinar corazones o calentarlos hasta hacerlos inservibles

El dolor es una suave caricia del infierno capaz de calcinar corazones o calentarlos hasta hacerlos inservibles. En mi caso, es una mezcla de ambos. Con lo que no contaba el Demonio es con que mi bomba cardíaca aún tenía razones por las que seguir latiendo. Puede que mis arterias coronarias estén atrofiadas y el flujo sanguíneo haya menguado, pero sigue latiendo. 

Pum-pum. 

Pum-pum. 

Pum-pum. 

No puedo evitar la sonrisa en mi cara cuando su caricia recorre mi espina dorsal hasta la raíz del cabello. Sus dedos deshacen los nudos emocionales que se han atascado en mi garganta, mas son sus labios en mi frente los que logran extinguirlos. 

Su corazón sigue palpitando contra mi mejilla.

Pum-pum.

Pum-pum.

Pum-pum.

Tengo la piel mojada en lágrimas que corren por su pecho desnudo. Algunas noches me pierdo en los recuerdos, otras simplemente me quedo despierta hasta que no puedo más. Todas ellas termino cerrando los ojos mientras sus manos se enredan en mi cuerpo. Permito que su cercanía sea mi analgésico, la droga más fuerte que recorre mi torrente sanguíneo.

Pum-pum.

Me centro en el latido de su corazón. Constante. Seguro. Tan diferente del mío que prefiero sumergirme en su ritmo y perderme en él.

Mis dedos buscan el camino de lágrimas que baja por sus costados. Lo noto tensarse con mi contacto, su agarre en mi cintura aumentando la presión.

—Ve...

Odio que su piel esté mojada con mi dolor. No puedo soportar pensar en lo mucho que mis demonios están calando en su cuerpo. Porque por mucho que intente ocultarlo, por muchas tardes que pase con Jen e Isan o esas noches que André viene a intentar hacerme olvidar, es Hardy quien permanece inmutable. Siempre ahí. En las risas, en los llantos silencioso. En las noches en las que su nombre cuelga de mi boca en un quejido placentero; en las que la humedad de mi piel pasa a la suya. Y lo odio. Odio sentir que lo estoy ahogando.

No puedo arrastrarlo conmigo.

No puedo dejar que se hunda. No dejaré que lo haga. 

Es mi último pensamiento antes de volver a cerrar los ojos y dejar que el terror se apodere de mí. La certeza cala dejando un dolor agudo, punzante, en el centro del corazón que parece haber dejado de latir. 

Sus manos me rodean con más fuerza cuando mis besos intentan borrar los caminos de humedad que he dejado en su cuerpo. Si no lo conociera como lo hago, pensaría que es una respuesta natural al aumento de mi cercanía. Por fortuna o desgracia, no es así. Sabe que mi mente está corriendo en mil direcciones, que los miedos me están comiendo viva. Es casi como si estuviera gritándole a los cuatro vientos que irme es lo último que quiero, pero lo necesario para que ambos podamos seguir adelante sin arrastrar al otro. Puedo sentir su miedo bailando con el mío con una suave melodía que nos regala nuestros últimos momentos juntos. 

Hago caso a las notas desacompasadas que murmuran nuestros corazones, a los violines cansados de nuestras respiraciones que rozan el aire casi con devoción. Mi piel parece cantar con sus caricias que recorren mi cuerpo desde las escápulas hasta que los costados. La ansiedad que se estaba formando en mi bajo vientre desaparece cuando sus dedos recorren los límites de las zonas que más lo necesitan. 

Nos dejamos llevar por la cercanía que tanto necesitamos. Su cuerpo y el mío reconociéndose como si llevaran años perdidos y necesitaran reencontrarse. Al menos, es lo que decido pensar. Porque verlo como una despedida es más jodido de lo que estoy dispuesta a procesar. Gimo, exploto y me reconstruyo cuando sus dientes juegan con mis pezones necesitados de atención. De su atención. 

—¿Esto es lo que necesitas? —susurra presionando en mi entrada húmeda que llora por su cercanía, manteniendo mi cintura bien sujeta para que no pueda bajar por su longitud—. ¿Necesitas que te recuerde por qué pertenecemos el uno al otro? ¿Por qué no puedo imaginar mi vida sin ti?

—Hard, por favor... —lo siento dentro de mí, provocándome lo suficiente como para que pierda el control de mis palabras y acciones, lo suficiente para que sea una tortura lenta y placentera. 

Con una mano sosteniendo mi cintura y la otra buscando mi cabeza, nos obliga a girar hasta que queda sobre mí. 

—Dime, Venus. Se la jodida diosa que tu nombre promete y dime lo que quieres —Sigue presionando mi entrada, moviéndose sobre mí sin penetrarme. Mi humedad brillando en su larga dureza que sigue frotándose contra mi entrada hasta llegar al botón que sabe que me hará explotar—. ¿Quieres irte? ¿Es eso lo que quieres? ¿Crees que dejándome conseguirás arreglarlo todo? ¿Crees que el dolor desaparecerá? ¿O estás tan asustada que te estás convenciendo de que lo estás haciendo por mí? 




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