Hace horas dejé de sentir el dolor punzante en mis nudillos. Las heridas se reabrieron, dejando que la sangre bañara mis antebrazos. La calidez carmesí que crea sinuosos caminos en mi piel es bastante reconfortante, como una ducha caliente después de un día duro.
Me encantaría hundirme en una bañera hasta que el mundo se ahogara conmigo. ¿Es eso lo que quiero? ¿Ahogarme con el mundo?
Sopeso la opción durante unos segundos antes de descartarla. ¿Qué sería de Penélope sin mí? Aunque sé que Jen jamás la dejaría sola, no es su responsabilidad. Es la mía. Yo fui quien la mantuvo lejos del monstruo. Yo la bañé las noches que mamá no recordaba nuestra existencia, la llevé al colegio los días que Amber no se levantaba de la cama, le calentaba sus biberones y la acunaba hasta que dejaba de llorar. Siempre fuimos ella y yo, y por mucho que Jen haya estado ahí, nunca estuvo realmente ahí.
«No me dejes ganar, Venus».
Yo luché contra mi demonio. Yo acabé con él antes de que pudiera hacerle a ella lo mismo que hizo con Ian. Yo la salvé, hice por Penélope lo que nadie hizo por mí. Nadie escuchó mis gritos, nadie indagó en mi piel golpe magullada, nadie con poder suficiente para parar las cosas hizo caso a mis ruegos de auxilio. ¿Se imaginarían que cuando las luces de mi habitación se encendían era porque las pesadillas cruzaban mi umbral? ¿Sabrían lo que pasaba cada vez que él estaba cerca? ¿Entendería mi madre lo que estaba pasando o su mente enferma no le permitía ver el dolor que susurraban mis ojos?
«Algún día me agradecerás esto, pequeña mierdecilla. Voy a hacerte tan fuerte que nadie podrá contigo».
Viene a mí su nariz torcida, sus ojos rojos y hedor a alcohol rancio. Sus palabras se filtran en mis oídos y todo se vuelve negro. El mundo desaparece y lo único que queda frente a mí es un recuerdo que intento despedazar con la misma eficiencia que él me enseñó.
Creo que me he convertido en una hoja de otoño. O así me siento cuando el sonido de los golpes de abajo dejan de taladrar mis oídos. Tiemblo tanto que cualquier ráfaga de viento sería capaz de arrancarme del sustento de las ramas, precipitando mi caída a las gélidas carreteras húmedas donde las ruedas de los coches pasarían sobre mí. Destrozándome, haciéndome polvo. ¿Alguien lloraría mi pérdida? ¿Alguien se daría cuenta de que falta esa hoja rojiza entre tanta maleza? Estoy segura de que Jen lo notaría. Ella es la única que me ve, la única que derramaría alguna lágrima por mí. Mi madre probablemente no se acordaría de mi existencia, hace días que no lo hace. Y el monstruo... A él probablemente le molestaría, se quedaría sin uno de sus juguetes favoritos. ¿Y entonces qué?
La idea dibuja una sonrisa en mis labios, logrando que los libere del agarre que tenían mis dientes sobre ellos.
No quiero molestarlo, quiero arruinarlo. Causarle el daño que él me causa a mí, a mi madre, a Ian.
Unos pasos fuertes se escuchan subiendo las escaleras. Las lágrimas se agolpan tras mis párpados cerrados y la sensación de tranquilidad que me proporcionaba esconderme en el armario, desaparece en cuanto escucho mi puerta abriéndose con un chirrido que me perseguía más allá de las pesadillas. La luz se cuela por las rendijas de madera, el monstruo entre en mis dominios y yo estoy demasiado cansada. Llevo tres noches sin dormir porque tenía miedo de que este día volviera a llegar. Estoy completamente aterrorizada. Mi cuerpo no responde, mis ojos están fijos en lo poco que podía ver de él y mi corazón estaba amenazando con tirarme al vacío, como esa ráfaga de viento que destroza a las hojas de invierno.
—Te he enseñado mejor que esto, Venus. —Su voz me erizó la piel. Casi no se notaba el alcohol en sus palabras.
Sus pasos dibujan círculos sobre la alfombra de mi habitación. Parece un depredador en busca de su presa, pero no sé cómo hacerle entender que yo no soy una presa. No soy un conejo y él un zorro. Soy su hija. Soy su hija y sé que esto no está bien. En las películas esto no pasa y en las casas de las niñas de mi colegio tampoco. Ellas no tienen que ponerse manga larga para tapar moratones y sus padres van a buscarlas a la puerta de clase con una sonrisa, como si las echaran de menos durante el día y no pudieran aguantar para verlas de vuelta. Ello sí recuerdan que existen.
—Mi sangre jamás se escondería como una sabandija entre las sombras. Sal o te saco, y te aseguro que no te va gustar. Ahora, se buena chica y haz caso a papá.
¿Era eso lo que tenía que hacer? ¿Ser buena chica? Pero, ¿por qué si yo hacía lo que él me pedía, seguía castigándome? Yo no quería portarme mal, pero no quería que me tocara, que me gritara. No me gustaba cuando me obligaba a castigar a mamá si ella no se había portado mal. Eso no era ser buena chica, ¿verdad?
—Sabes que odio esperar, sabandija. No lo volveré a repetir.
Miré mis manos que seguían temblando descontroladas.
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Editado: 28.10.2024