IRIS
Estoy sudando.
Me duelen todos los músculos que alguna vez supe que podían doler. Incluso los que no sabía que existían. En el momento en el que Jen e Isan aparecieron por la puerta, supe que hoy era el día. Lo vi en sus ojos. Puede que tenga que ver con el hecho de que la conozco como si la hubiera criado en mis entrañas desde que no era más que una masa deforme de células.
Hoy era el día.
Hoy sabríamos si condenaban a Carlos y, por ende, Penélope seguiría siendo mía. Mía para amar. Mía para criar. Mía para enseñar. Mía para aprender. Pero siempre suya. Tan suya que ni mis pesadillas habían logrado rozarla. Tan madura que daba miedo su inocencia.
La mirada del rubio, que no abandonaba su lado, me dijo que él estaba tan nervioso como nosotras, pero confiaba en su trabajo. En el esfuerzo que todos habían hecho para poder ayudarme. Ayudarnos.
—¿¡A quién le apetece un paseo en bici por el parque!? —gritó adentrándose por las puertas de cristal que daban al jardín. No sin antes pararse junto a la isla de la cocina a darle un abrazo a Agatha.
Los ojos se las dos se cerraron un par de segundos más de lo socialmente establecido como saludo. Era una forma de decirle que todo iría bien. Había aprendido que el idioma del amor de la que se había convertido en una abuela para mí, eran los actos de servicio y las palabras de validación.
—Dime que tú no quieres ir al parque y me puedo quedar con ustedes en este paraíso con aire acondicionado.
Una risa incrédula resonó en los labios de Hardy a la que no tardé mucho en unirme.
—Siento decirte que no engañas a nadie, hermano.
Frunció en ceño con una sonrisa pintándole la cara. Era consciente de que todos sabíamos que seguiría a Jen al fin del mundo. Y si eso suponía ir al parque de la colina en plena hora del medio día, lo haría. Porque así eran ellos, dos mitades de un todo que no funcionaban correctamente de forma individual. Era bonito. Aterrador, pero bonito. Casi dolía mirar cómo se querían.
—Aggy, una ayuda —susurró pegándose a la anciana de pelo blanco que no dejaba de cortar verduras para lo que parecía ser una buena salsa boloñesa. La carne y la pasta que tenía preparada sobre la encimera la delataban.
—Vuelas en los vientos de esa niña, Isan. Y ella en los tuyos. Es una bendición que no todo el mundo experimenta antes de morir.
—Lo sé —sonrió mirando las ondas que brillaban como miel bajo el sol y se enredaban con los bucles cerrados de Penélope—. Créeme, lo sé.
Posó sus labios rápidamente sobre la sien de Agatha y le dirigió una mirada a Hardy que decía todo lo que no quería que yo escuchara. Tenían que hablar.
—Vuelvo enseguida —susurró sobre la piel de mi cuello antes de perderse escaleras arriba con el rubio.
Me quedé sentada en la isla, ayudando a cortar pimientos y más cebollas de las que podía contar. La risa de mis hermanas llegaba desde fuera con la brisa caliente que se colaba por las puertas abiertas, el sol iluminaba las baldosas blancas que resplandecían como diamantes y mi corazón se sintió un poquito menos vacío. Menos roto.
—Lo tuyo también es una bendición.
—¿Qué parte? —alcé la mirada con curiosidad—. Porque siento que ahora mismo pocas cosas son benditas.
—Tu corazón, Iris. Tu corazón es tu mayor bendición. No lo pierdas, mi niña.
—Lo estoy intentando...
Asintió conforme volviendo a sus cortes totalmente perfectos. Cada rodaja era simétrica a la anterior que luego partía en diminutos taquitos para que Pe no se quejara demasiado si los veía en la comida. Aunque había aprendido a comer de todo, aún había ciertos alimentos que le costaban un poco, el pimiento era uno de ellos.
Cuando los chicos bajaron, intenté lo fijarme demasiado en la cara de póker que tenían. Mucho menos en el brillo de sus ojos, que poco tenía que ver con estar viéndonos comer galletas de pepitas de chocolate. La esperanza era mala. Aunque albergaba un pequeño espacio para ella, no podía permitirme dejarle vía libre. Aún no. Necesitaba la confirmación de un juez primero. Así que, la encerré en un rincón muy pequeño de mi mente y puse la mejor sonrisa que pude para anunciar nuestra inminente escapada al parque.
Corrijo, al caluroso infierno en el que estábamos y algunos llamaban parque.
—¡Todavía quedan dos vueltas!—las palabras de Penélope vuelan cuando pasa a nuestro lado subida en su bicicleta amarilla. El destello de la purpurina de las pegatinas de unicornio que decoran metal me obligan a apartar la mirada un par de segundos en los que la pierdo de vista. Fue el regalo de Hardy en su último cumpleaños.
Un calor inesperado me calienta el corazón y no puedo evitar mirar al moreno que corre a mi lado como si no llevara horas haciéndolo.
Jen me revuelve algunos mechones rebeldes que han escapado del recogido alto que me sostiene el pelo, al pasar a nuestro lado a la misma velocidad que la pequeña. La sigue de cerca en esa monstruosidad color frambuesa con la que desaparece algunos fines de semana con Isan por los senderos de las montañas.
—¡Yo me encargo! Ustedes paren a tomar algo que parece que te va a salir un pulmón por la boca, Ve.
Su risa flota en el aire cada vez más lejana.
Llevamos dos horas en el parque de la colina, ellas perdidas en el sendero naranja plagado de patinadores y ciclistas. Mientras, Isan, Hardy y yo hemos estado corriendo en el camino verde salpicado con papeleras en forma de delfín y bancos de madera blanca. El rubio, que se dio por vencido hace treinta minutos, nos observa con cerveza en mano desde la sombra de una de las mesas de la cafetería. Su excusa fue que sus años de deportista de élite, cuando boxeaba como profesional, habían acabado. En realidad, es algo más profundo que eso. Él comprende el fuego en mis ojos y la extraña necesidad de quemar hasta mi último aliento. Al igual que sabe que Hardy perdería un pulmón a mi lado antes de parar a tomarse una cerveza fresca con él, como le apetecía desde hacía casi una hora.
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Editado: 28.10.2024