Un náufrago en mi mirada. Perdido entre las olas furiosas que rompían contra acantilados afilados; navegando a la deriva durante tormentas tan grises que confundía el azul de las aguas con la oscuridad que tapizaba el cielo. Hardy sentía que flotaba sin rumbo en aguas traicioneras que podían ser tan cristalinas como mortales. Aún así, seguía aquí. A mi lado. Sosteniendo mi mano mientras recogía los papeles que Carlos me entregaba con un brillo de emoción en los ojos.
Se mantuvo impertérrito cuando dejé que mis muros cayeran y las tormentas tornaron a ciclones descontrolados acompañados de terremotos. Estuvo ahí. Aquí. Fue cuando entendí que no se sentía perdido en mi mirada, había encontrado su hogar. Yo era su calma en mitad del caos, como él era la mía. Ambos tan perdidos en el otro, que habíamos terminado encontrándonos.
Era una locura. Había encontrado mi familia después de perderla. Me había costado sudor, lágrimas y sangre, mucha sangre. Entender que no todos aquellos que están destinado a cuidarte por los lazos consanguíneos, lo harán. Puede que tus padres no sean tu refugio, sino tu tormenta. Quizás los brazos que unos niños asocian con amor y comprensión, son la pesadilla de otros. La compresión, el cariño y la seguridad que un hogar tendría que proporcionar, no debe darse por sentado. Porque hay familias que no son familias. Hay padres que solo son monstruos disfrazados y hay amor que nunca llega a los corazones tiernos de los pequeños que lloran en silencio en las noches oscuras sin tener dónde huir.
Si me hubieran explicado eso cuando era pequeña. Si hubiera sabido que hay mil tipos diferentes de familias y decenas de formas de amor diferente. Quizás y solo quizás habría sabido detectar que lo que yo vivía no era normal ni aceptable. Puede que algunos moratones no hubieras manchado nunca mi piel y que la vida no se me hiciera tan pesada que deseaba no despertar al día siguiente. Habría entendido que lo que había en mi casa no era amor, era tortura. Habría aprendido a detectar las conductas peligrosas antes de perder a un hermano por el camino. Habría podido hacer tantas cosas diferentes y, sin embargo, estoy orgullosa. Porque un día me propuse luchar por mi hermana como nadie lo hizo por mí. Y lo he hecho.
Es mi hermana, mi mundo entero.
Llevaba mucho tiempo luchando sola. Había aprendido a limpiar las heridas que otros provocaban sin necesidad de pedir ayuda. Sabía que los monstruos eran tan reales como la luna y el sol. Acallé los recuerdos oscuros hasta convertirlos en pesadillas esporádicas, sequé lágrimas que jamás me permití derramar y sonreí. Sonreí, porque gracias a eso, o a pesar de todo, Penélope estaba bien y era lo único que me importaba.
—¿Estás preparada? —su voz me trajo de vuelta al porche de madera de casa.
Mi casa. Seguía pareciéndome una locura que Amber hubiera accedido a cederme la propiedad en vida, que por primera vez en su vida hiciera algo pensando en el bienestar de sus hijas. Era tan surrealista que no dudaba que Hardy le hubiera prometido algo a cambio.
Lo miré, buscando la fuerza que necesitaba en las raíces de los grandes árboles que tupían su mirada. Me adentré en la maleza tupida, recorrí colinas sembradas de amapolas amarillas y ríos rebosantes de agua que corría furiosa en busca de un mar en el que desembocar.
—Necesito hacer esto sola, Hard.
—Lo sé. Entra, habla con ella y si me necesitas o simplemente quieres que esté ahí, sabes dónde encontrarme —lo dijo con una naturalidad tan apabullante que tuve que pararme un par de segundos a procesar lo que estaba diciendo.
Me estaba dando mi espacio, estaba respetando mi libertad de decisión y aún así, seguía ahí. Tan cerca que llegaría en cuestión de segundos si lo necesitaba, tan lejos que preservaba la totalidad de mi intimidad. Lo amaba. Lo sabía desde hacía tiempo, pero fue justo en ese momento en el que mi mente le puso nombre al sentimiento que llevaba tanto tiempo calentándome el corazón.
No sé qué le transmitía mi mirada, pero si era la mitad de lo que me decía la suya, era suficiente para que lo comprendiera.
—Yo también, cariño. —Sus labios rozaron los míos con delicadeza—. Estaré justo aquí.
Abrí la puerta con sus ojos pegados a la espalda, respiré profundamente y decidí dar el primer paso en mi nueva vida. Una en la que no reinaba el dolor, no había peligro de encontrar a Amber inconsciente en el suelo del baño, no existían monstruos que se adentraban en la habitación cuando las luces caían ni posibilidades de que me la quitaran. Porque era mía. Penélope estaba oficialmente bajo mi guarda y custodia. Yo era su máxima representante legal.
—¡Pero no puedes hacer eso! ¡Es trampa, Jen! —la voz de Pe iluminaba la estancia con la misma intensidad que las luces doradas del sol que se colaban por las cortinas del salón.
—¿Dónde está la regla que diga que no puedo hacerte cosquillas si voy perdiendo? No me suena haber escuchado nada cuando me explicaste el juego.
Jen la tenía acorralada entre un par de almohadones en el fuerte de mantas que habían construido en mitad del salón para ver Frozen por decimotercera vez en una semana. Penélope pateaba y lloraba de risa mientras intentaba zafarse de las ondas chocolate de Jen que caían sobre su cara.
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Editado: 28.10.2024