El reflejo del asesino escarlata

Prólogo

El crujido del piso la despertó de golpe.
Valerian abrió los ojos, aún aturdida por el sueño, con la garganta seca y el corazón latiendole en los oídos. No recordaba haberse quedado dormida, ni haber dejado alguna luz encendida. Pero ahí estaba: una silueta quieta junto a la ventana del living, apenas visible entre las sombras.

—¿Jeremy…?

Él no respondió. Se quedó mirándola desde la penumbra, tambaleándose. Tenía los ojos enrojecidos, la ropa arrugada, y el cuerpo entero le olía a alcohol, a rabia… a algo más.

—¿Cómo entraste? —preguntó ella, intentando sonar firme, aunque le temblaban las piernas.

Jeremy sonrió con esa mueca torcida que ya conocía demasiado bien.

—¿De verdad pensaste que podías borrarme así? —dijo, dando un paso al frente—. Mudarte, olvidarte, como si yo nunca hubiera existido.

Su voz era una mezcla de reproche y tristeza, como si le doliera hablar, pero aún más callarse.

Valerian retrocedió. El miedo le recorría la espalda como un escalofrío largo.
Corrió hacia la escalera. Quería encerrarse, aunque fuera solo por unos segundos. Pero él venía detrás. Rápido. Más rápido de lo que esperaba.

La alcanzó antes de llegar al dormitorio. La tomó del tobillo, la hizo caer.

—Esto es tu culpa —dijo, subiéndose encima, con los ojos fuera de sí—. Sin mí no eres nadie, Val. ¿Me oyes? Nadie.

Le apretó el cuello con ambas manos.

Valerian pataleó. Forcejeó. Arañó su rostro. Pero la presión era cada vez más fuerte.
El aire no le alcanzaba. Todo empezaba a desdibujarse.

Entonces lo vio.
El cenicero. Bajo la mesa de noche.

Estiró el brazo. Con un último impulso, lo agarró y se lo estrelló en la cabeza.

Jeremy cayó a un lado, balbuceando palabras sin sentido. Ella se arrastró, jadeando, sintiendo el ardor en los pulmones. Lo miró. Lo miró largo.

Y no pudo detenerse.

Lo golpeó otra vez. Y otra. Hasta que el silencio fue total.

Se quedó acurrucada contra la pared, cubierta de sangre, con los dedos entumecidos y la mente en blanco. Solo se quedó ahí, mirando el suelo, como si ya no supiera quién era.

Cuando por fin reaccionó, marcó un número.

Uno que nunca pensó que necesitaría.

—Dante —susurró, apenas audible—. Pasó algo. Necesito que vengas.




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