El reflejo del asesino escarlata

Capítulo 7: Respirar no es lo mismo que vivir

You don't remember me but I remember you

I lie awake and try so hard not to think of you

But who can decide what they dream?"

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Sus nudillos estaban blancos por la presión que ejercía sobre el volante del auto alquilado. En la acera de enfrente se erguía el edificio de policía. Llevaba al menos veinte minutos observándolo, deseando tomar algo que le diera el coraje que le hacía falta, pero no era tan estúpida como para cometer ese error.

Llevó los ojos al espejo retrovisor y acomodó su apariencia. Un poco de maquillaje bastaría para disimular el evidente cansancio en sus facciones. Mentalmente, repitió el mantra que la había acompañado durante todo el viaje a la capital de Nueva York: «Solo los condenados triunfarán». Solo los dioses sabían cuál sería su condena, porque sí, estaba tan jodida como cualquier pecador sobre la tierra. Era retorcido usar palabras que, estaba segura, Alexander habría dicho en algún momento. Terminó por regalarse una sonrisa de aliento y bajó del auto, caminando con paso firme hacia lo que denominaba como el principio del fin.

Era un día particularmente gris en la Gran Manzana. En otra ocasión le habría agradado, pero esta vez era diferente; cualquier cosa era mejor que regresar de donde había huido. Los detectives de investigación del delito la recibieron cordialmente. A ojos ajenos, ella básicamente era una viuda. «La viuda negra», se burló Betty.

Al entrar en la sala de interrogación, el estómago se le revolvió por culpa y nervios. Aunque lo disimulaba bien, sentía que podía salir corriendo en cualquier momento.

—Es una joven difícil de localizar, señorita Hansen —inició quien se presentó como el detective Outter, sentándose frente a ella con una libreta—. ¿Quiere café?

—Claro, gracias —respondió la pelirroja con una media sonrisa. Cualquier cosa que la ayudara a enfocarse era bienvenida. Echó un vistazo a Pythverg, el otro detective, que se apoyaba contra una mesa al fondo de la sala, justo frente al espejo de doble reflejo. La miraba serio, esperando el primer error.

—Aquí tiene —dijo Outter, ofreciéndole un vaso con café humeante, que ella agradeció con un leve asentimiento—. Este interrogatorio será breve, pero debemos pedirle que, por los días que dure la investigación para desvincularla como sospechosa, no abandone la ciudad. ¿De acuerdo?

Valerian asintió mecánicamente. Odiaba cada palabra que salía de la boca de ese hombre.

—¿Cómo conoció a Jeremy?

—En la preparatoria. Íbamos al mismo salón —sabía que empezarían con trivialidades.

—¿Estuvieron en una relación amorosa prolongada?

—Entre idas y vueltas, sí. Casi diez años, si se suman todas las veces que volvimos —se sinceró, cayendo en cuenta por primera vez de cuánto tiempo había pasado junto a él.

—¿Cómo describiría la personalidad del señor Melvick?

—Complicada... Jer siempre fue complicado —se hallaba absorta en un punto fijo, tanto que aún hablaba sobre él en presente—. Rebelde, ya sabe. No le gustaba, perdón, no le gustaba la autoridad, las reglas. Era su propia brújula.

—Según nuestros informes, usted fue la última persona en verlo. ¿Cuándo fue eso?

—No sé si la última —refutó—. La última vez que lo vi fue antes de mudarme. Habíamos terminado y ya no iba a seguir viviendo con él.

—¿Tenían problemas? —indagó con interés.

—Como toda pareja. Ya sabe, desgaste y todo eso.

Casi cuarenta y cinco minutos después, entre pregunta y pregunta, se felicitó por llevar tan bien el hecho de estar escarbando en su pasado. El detective Outter se retiró un momento, dejándola sola con el otro sujeto.

En medio de esa extraña calma, un estruendo la hizo saltar. El antes callado detective Pythverg había golpeado con fuerza la mesa. Valerian alzó la mirada, asustada, y se encontró con una expresión furibunda.

—¡Tú lo hiciste! —gritó, golpeando la mesa de nuevo. Ella no daba crédito a lo que veía. ¿Acaso era legal hacer eso?

Entonces notó el detalle. En su chaqueta, él llevaba la insignia de Melvick Inc. Ese bastardo no era un agente federal. Era uno de los perros de Richard, quien, como su padre, solía contratar gorilas capaces de doblegar a quien se les ordenara.

Juraría que detrás del espejo estaría Richard junto con una horda de abogados listos para condenarla. Nunca le había caído bien. De hecho, el magnate la rechazaba casi tanto como su padre y socio. Pero debido a la obsesión de Jeremy con ella, no le quedó otra que aceptarla. No fue así con Débora, su madre, tan dulce como un pastelito. La había arropado desde el primer momento. Una persona única en medio de tanta brutalidad.

—No —dijo firme, mirándolo directo a los ojos. Fría no; helada como un iceberg. Sintió su rostro endurecerse, sus emociones sepultadas bajo esa neutralidad que tan bien manejaba.

—¡Confiesa ya, Hansen! Eres responsable de la muerte de un inocente.

«¿Inocente? Hombre, ¿qué droga consumes?» ironizó Betty.

—No tuve nada que ver con su muerte —soltó. El falso detective se acercó más de la cuenta—. Aléjate. No te conviene.

—¿Estás amenazando a un oficial?

—Oh, claro que no... tú no eres un oficial —sonrió—. ¿Crees que no reconocería la insignia?

—Entonces no habrá problema... —dicho eso, le tomó del cabello y la acercó—. Dime qué le pasó a Jeremy o me veré obligado a lastimarte, muñeca.

El asco la invadió y, con un movimiento brusco, se lo quitó de encima. La ira reemplazaba cualquier rastro de paz. El sabueso se había posicionado estratégicamente para que la cámara no captara su rostro, aunque seguramente estuviera desconectada durante su interrogatorio.

—Lo último que dijo a sus amigos fue que iría a verte —bramó, acercándose de nuevo—. ¿Qué pasó luego? ¡Apareció en el maldito río Hudson! ¡Habla! —gritó, apretando su brazo.




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