El reflejo del asesino escarlata

Capítulo 30: Donde mueren las promesas

"Make me something I believe in
change me so I don't have to pretend "

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Durante todo el camino hacia esa zona apartada en los límites del pueblo, Valerian no dejó de mentalizarse sobre cómo actuaría en cuanto llegara. De vez en cuando, apretaba con fuerza el volante y suspiraba; hacía mucho que no se sentía tan nerviosa en relación a Alexander.

A lo lejos, unas luces tenues asomaron entre los árboles. Era la cabaña. En ese instante, algo se removió en su interior. Todo allí parecía más lúgubre. La nieve caía espesa, cubriéndolo todo a su paso. La joven Hansen soltó el aire contenido y levantó la mano para tocar la puerta de madera, pero esta cedió con facilidad ante su tacto, haciéndola retroceder de forma instintiva. Al no ver a nadie, se asomó con cautela al interior.

Sus ojos azules se abrieron de par en par. Todo estaba perfectamente ordenado. A simple vista, parecía el tipo de lugar donde a cualquiera le gustaría pasar un fin de semana. Pero había algo... algo que la ponía nerviosa, y no era solo el frío.

Entró con pasos lentos y cerró la puerta sin mirar. Siguió un sonido repetitivo, similar al golpeteo de una cuchara contra una taza. Al llegar al umbral, lo vio.

Alexander estaba de perfil, con la cabeza baja y la mirada perdida en una taza de café. Una sonrisa apenas perceptible curvaba sus labios.

Valerian se apoyó en el marco de la puerta y unió las manos, intentando calmar los latidos de su corazón.

—Alex...

Él negó con la cabeza y la miró. Sus ojos, grises como el invierno, estaban llenos de lágrimas contenidas. La punta de su nariz estaba enrojecida y el contorno de su mirada, levemente hinchado.

—Necesito explicarte —dijo ella, acercándose con cautela—. Sé que escuchaste todo lo que hablé con Lu y Oli —se apoyó en el respaldo de la silla.

—No quiero excusas, Valerian —dijo por fin, con un tono seco—. Lo que oí es más que suficiente.

Ella negó suavemente, sentándose a su lado para tomar su mano. Alexander no reaccionó. En ese instante, Valerian sintió el peso de su indecisión, el dolor de él... y la decepción hacia sí misma.

—No quise herirte, te lo juro —susurró—. Sé que suena estúpido ahora, pero es la verdad.

—¿Algo de lo que vivimos fue real? —preguntó él, con la voz rota—. Para mí lo fue.

Antes de que pudiera responder, Alexander se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. La tensión en el aire era palpable. Sus pasos resonaban en el suelo de madera. Luego, se detuvo frente a ella.

—Debía ser yo —murmuró, y de pronto se inclinó para besarla.

Valerian abrió los ojos por la brusquedad que se transformó en ternura. Lo empujó con fuerza, confundida.

—¡Yo debía ser a quien amaras, no él! —gritó golpeando la mesa.

Ella se levantó con un salto. No iba a dejar que él la intimidara. Lo enfrentó con la cabeza en alto. Alexander, en cambio, la atrajo hacia sí con una sonrisa leve. Sus manos se posaron sobre las caderas de la pelirroja, que no apartó la mirada de los ojos de él ni un segundo. Apoyó su frente contra la de ella y exhaló con pesar.

—¿Por qué no pudiste elegirme, Leri? —susurró. Sus manos rodearon su rostro—. ¿Cómo es posible que él me haya ganado... otra maldita vez?

—Aquí nadie ganó nada —respondió firme—. Bien sabes que esto es un desastre, que no funciona así. No es una competencia.

Alexander negó con la cabeza y volvió a besarla. Esta vez con una lentitud tortuosa. Valerian, sin poder resistirse, respondió. Y en silencio, él la condujo hasta la habitación. Se recostaron juntos, sin decir palabra.

Ella no supo cuánto tiempo estuvo acariciando su cabello hasta que finalmente el sueño la venció. En cierto modo, no había salido tan mal como esperaba. Por primera vez, se permitió quedarse en la casa de Alexander.

El sol matinal se coló por las ventanas de madera. Valerian se removió entre las sábanas.

—¿Dónde demonios estoy? —susurró, desorientada.

Tardó unos segundos en ubicarse. Se dirigió hacia la puerta, pero esta no se abrió. Giró la perilla, golpeó la estructura, forcejeó... nada.

La desesperación se apoderó de su cuerpo. Se sentó en el borde de la cama, respirando con dificultad. Finalmente, escuchó pasos acercándose. La puerta se abrió de par en par.

—¿Qué diablos es todo esto? —preguntó, furiosa.

Alexander no respondió. Estaba de espaldas, dejando cosas sobre una cómoda antigua.

—¡Alexander, respóndeme! ¿Me encerraste aquí?

Él se giró con una expresión completamente neutra. Su mandíbula estaba tensa, los hombros rígidos. El silencio era más agresivo que cualquier palabra.

«Muy bien, estúpida. Insúltalo. Provócalo. Seguro así logras escapar», le gruñó Betty desde lo más profundo de su mente.

—No puedes tenerme aquí. ¡Esto es secuestro!

—Tú viniste sola —respondió sin mirarla.

—¡Alexander! —gritó, pero él se movió hacia la puerta más rápido de lo que ella pudo alcanzarlo.

—¡No... no te atrevas! ¿Qué te pasa? ¡Alexander, vuelve aquí! ¡Maldito hijo de perra!

La puerta se cerró de golpe.

—¿Qué carajos hice...? —murmuró, llena de rabia.

Quería romper algo. Gritar. Llorar. Estaba consumida por un enojo visceral, y lo peor: sabía que esa oscuridad no era nueva. Ya había estado ahí antes.

En algún punto de la tarde, cayó rendida. Escuchó cómo el motor del auto se encendía y se alejaba. Había llorado tanto que sus ojos estaban hinchados. Al despertar, notó que alguien la había cubierto con una manta. La puerta seguía cerrada, pero podía oír sonidos del otro lado. ¿Un televisor? ¿Un estéreo?

La noche había caído, y el frío se colaba con violencia en la cabaña. Valerian se acurrucó para conservar el calor. La puerta se abrió a sus espaldas y escuchó los pasos acercarse.

—No quiero hacerte daño, Leri... No tuve otra opción —dijo él, excusándose.




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