La grieta en la mirada
Samuel nunca había salido de su ciudad. Profesor de secundaria, metódico, puntual, lector voraz de los clásicos. Tenía opiniones firmes y una desconfianza natural hacia todo lo que no comprendía del todo. Para él, el mundo tenía un orden. Y ese orden no debía ser perturbado.
Cuando aceptó participar en un programa de intercambio educativo, lo hizo más por presión que por convicción. Viajó a una comunidad rural del interior, donde la escuela apenas tenía paredes completas, y donde el director —un joven indígena llamado Turi— lo recibió con una sonrisa y un abrazo largo, como si lo conociera desde siempre.
Samuel se sintió incómodo desde el primer día. Los niños no usaban uniforme. Las clases se interrumpían para atender urgencias del campo. Y lo más extraño: cada mañana empezaban con una ceremonia en la que agradecían a la tierra, al sol y a los antepasados.
Le parecía un teatro innecesario. “Superstición disfrazada de cultura”, pensaba en silencio.
Una tarde, vio a Turi rechazar una donación de alimentos de una empresa minera. Samuel lo confrontó, molesto.
—¿Por qué rechazás ayuda si la necesitan? ¿No es eso irresponsable?
Turi lo miró, tranquilo.
—Porque vienen con un precio, profesor. Aceptar esa ayuda es cerrar los ojos a lo que contaminan. Nuestra dignidad no tiene precio.
Samuel calló. Nunca lo había pensado así.
Esa noche, mientras anotaba observaciones en su cuaderno, se dio cuenta de algo que lo sacudió: no podía juzgar esa cultura sin juzgar también sus propios prejuicios. Había confundido su comodidad con verdad. Su lógica con justicia. Y comprendió que la ética no se aplica desde arriba como una norma, sino que se teje desde el encuentro.
En los ojos de Turi no vio a un adversario. Vio un espejo. Y en su reflejo, las grietas de su arrogancia.
Entender al otro no es tolerarlo. Es dejar que nos transforme.