El silencio del reglamento
Clara trabajaba en la administración de un hospital público desde hacía cinco años. No era médica ni enfermera, pero conocía los pasillos del dolor y de la esperanza mejor que muchos. Sabía qué puertas golpear cuando un trámite se trababa, y qué atajos evitar si querías dormir tranquilo por las noches.
Una mañana, una mujer llegó con su hija de cuatro años en brazos. La niña tenía fiebre alta y los labios azulados. Clara la vio desde su ventanilla, temblando, mientras la madre pedía una internación urgente. No tenían seguro. Ni documento. Ni dirección fija. Migrantes sin papeles.
El reglamento era claro: sin registro, sin atención médica más allá de emergencias básicas. Eso le habían enseñado. Eso firmó cuando aceptó el cargo.
Clara llamó al médico de guardia. Este la miró con resignación.
—Protocolo, Clara. Vos sabés.
Pero también sabía otra cosa. Sabía que si usaba el código interno de “prioridad máxima”, podían internar a la niña sin seguir el proceso habitual. Sería una infracción leve, tal vez sancionable. Pero también era salvar una vida.
Clara dudó. Su dedo rozó el teclado.
La sala estaba en silencio. Afuera, la madre lloraba en voz baja. La niña apenas respiraba.
Clara escribió el código. Y firmó con su nombre.
Esa tarde, la niña fue estabilizada. Nadie hizo preguntas. Nadie la felicitó. Solo el jefe de área la llamó unos días después.
—¿Lo hiciste vos?
—Sí —respondió Clara sin bajar la mirada.
Él suspiró.
—Tenés suerte. Esta vez no llegó arriba. Pero tené cuidado.
Clara salió de la oficina sabiendo que, a veces, el precio de hacer lo correcto no es la sanción. Es la soledad. Pero también es la certeza de haber honrado algo más profundo que cualquier manual.
La ley protege. La conciencia despierta. Y entre ambas, se juega la dignidad.