La cobardía del testigo
Nadie gritó. Nadie intervino.
Eran las siete de la mañana y la estación de tren hervía de gente apurada, cabezas bajas, café en la mano. Un hombre arrastraba a una mujer del brazo. Ella pedía ayuda con la mirada, en silencio, como si ya hubiera gritado muchas veces antes y no hubiera servido de nada.
Mateo estaba ahí. Audífonos puestos, pero sin música. Lo había visto todo. Estaban a apenas tres pasos. La mujer tropezó. El hombre la insultó. La levantó de un tirón.
Mateo se quitó un audífono. El corazón le latía como si estuviera a punto de correr. Pero no se movió. Esperó que alguien lo hiciera. Alguien más. Un guardia. Un valiente. Un loco.
Nadie
El tren llegó. Las puertas se abrieron con su silbido habitual. La pareja subió. Mateo también. Los ojos de la mujer lo encontraron por un instante. Y en ellos, no había súplica. Solo decepción.
Horas después, en la oficina, Mateo no pudo concentrarse. No podía dejar de pensar en ese segundo de contacto, en la forma en que su silencio había tomado forma, peso, cuerpo.
Por la noche, volvió a esa estación. Caminó el andén como si buscara algo que había perdido. Se sentó en un banco y escribió, en una hoja arrancada de su cuaderno: "No hice nada. Y eso me hizo algo."
Guardó la hoja en el bolsillo de su abrigo. No era una disculpa. Ni una solución. Pero era un comienzo. El testigo había despertado.
A veces, no actuar también es una elección. Y el silencio se convierte en complicidad disfrazada de prudencia.