La traición más silenciosa: no elegirse
Paula había aprendido a pasar desapercibida.
Desde niña, se acomodaba a los deseos de otros: su madre quería que fuera ordenada, su padre que fuera fuerte, sus maestros que no se distrajera, su pareja que no cambiara. Y ella cumplía, una por una, esas expectativas, como quien juega un papel sin conocer el guion.
Un día, mientras preparaba su tesis, sintió el impulso de escribir sobre el deseo. Pero no el deseo académico, ni teórico. El deseo real. El suyo. Esos sueños callados que había postergado para no molestar, para no fallar, para no salirse del molde.
Pero no lo hizo.
El miedo la paralizó. ¿Y si decepcionaba a sus padres? ¿Y si sus profesores no lo entendían? ¿Y si ya era tarde para cambiar?
Esa noche, frente al espejo, se dijo una frase que jamás había pronunciado:
—Estoy cansada de fingir que soy alguien que no soy.
Y en esa simple oración, se abrió un abismo… y una puerta.
Decidió escribir esa tesis. Cambió de tema, de enfoque, de tono. En cada página se jugaba algo más que una nota: se jugaba a sí misma. Y aunque temblaba, lo hizo igual.
Al presentar su trabajo, nadie la felicitó de inmediato. Su tutor dijo que era “arriesgado”, “demasiado personal”. Pero al terminar, una compañera se le acercó y le dijo:
—Gracias por atreverte. Me diste permiso para hacerlo yo también.
Paula no sabía si su trabajo sería aprobado. Pero por primera vez, no importaba. Porque lo valiente no siempre se aplaude. A veces, solo se respira. Como quien, tras años de ahogo, al fin se permite vivir con su propia voz.
La valentía no siempre es ruidosa. A veces, es una decisión íntima: dejar de traicionarse.