Tenerte no era más que sinónimo de dolor, soledad, muerte y vida. ¿Qué gano con mentir cuando digo que no te amo? ¿Qué gano con mentir cuando digo que no fuiste mi verdugo?
Eres y siempre serás aquello que más odiaré en el mundo, aquello que más amaré, aquello que me dio vida pero que al mismo tiempo; sentenció mi muerte.
-¿Qué esperabas? –tus ojos no me decían nada, habían perdido aquel pequeño deseo que en un tiempo hubo hacia mí- ¿Qué te dijera que esto sería eterno? Lamento desilusionarte.
Mis lágrimas recorrían mis mejillas mientras tus frías palabras taladraban mi frágil y débil corazón.
-Por favor –dije en un susurro casi imperceptible- ya detente…
-¿Qué me detenga? –tus gritos eran como eco… se repetían una y otra vez en mi cabeza- ¿Qué demonios quieres que detenga?
Estaba asustada, ya no sabía qué más podía hacer, todo era tan confuso que no veía las cosas con claridad. Todos me aseguraban que eras un monstruo, pero, a pesar de todo lo que decían de ti, no me lo quise creer para nada. Yo seguía ahí, para ti, como la tonta chiquilla que aún creía en los finales felices de los cuentos de hadas, esos que Disney tanto nos hizo amar. Siempre espere por aquel príncipe azul que vendría en mi rescate, pero de pronto… llegaste tú, mi pequeño lobo feroz con disfraz de príncipe.
-Por favor –sentía como el nudo de mi garganta crecía cada vez más- no sigas…
-¿Qué demonios esperas de mí? –gritaste golpeando la pared, dejando un agujero en ésta y provocando que sus nudillos sangrasen a mares.
No supe qué contestar y la falta de aquella respuesta provocó que te alejaras de mí como si de una plaga se tratase.
Odio y amor, eso era lo único que podía ver en tus ojos en aquel momento… a pesar de todos los rumores, de todas nuestras peleas, de todas nuestras diferencias… a pesar de todo eso… te seguí amando con la misma intensidad con la que ahora te odio y esa fue mi perdición.