La Maldición del Espejo
El viento ululaba entre las piedras antiguas del castillo, deslizándose por sus muros con un lamento que parecía nacido de almas atrapadas en la eternidad. La noche era un océano de sombras, y la luna, una espectadora indiferente, proyectaba su luz pálida sobre los vitrales polvorientos de la gran sala prohibida.
En el centro de aquella estancia olvidada, oculta tras gruesos cortinajes de terciopelo carmesí, se erguía un espejo de marco dorado ennegrecido por el tiempo. Sus filigranas enroscadas parecían serpientes petrificadas en un instante de agonía, y su superficie de cristal reflejaba el mundo con una fidelidad demasiado inquietante, como si sus imágenes fueran algo más que un simple reflejo.
No era un espejo común. No era un objeto destinado al capricho de la vanidad ni al adorno de salones fastuosos. Era un umbral. Un abismo entre mundos. Un testigo de incontables desgracias.
Los ancianos de la aldea más cercana solían susurrar su nombre con reverencia y temor: El Espejo de las Almas Perdidas. Decían que, siglos atrás, un noble arrogante había ordenado su creación, ansioso por poseer un objeto que le mostrara no solo su reflejo, sino su destino. Pero el espejo no ofrecía profecías... ofrecía prisiones.
Cuentan que la hechicera Morganna, una mujer de ojos como brasas y cabello como la medianoche, había sido convocada por aquel noble para imbuir el cristal con poderes oscuros. Nadie sabe qué palabras murmuró, qué sangre derramó o qué pacto selló con fuerzas más antiguas que el tiempo mismo. Solo se sabe que, desde aquella noche, el noble desapareció... y en su lugar, el espejo reflejaba dos figuras: una real y otra hecha de sombras.
Así comenzó la leyenda. Así nació la maldición.
Cada generación pagaría su tributo al espejo. Cada cierto tiempo, una criatura inocente desaparecería sin dejar rastro, engullida por la superficie pulida como el agua de un lago inmóvil. Un niño, siempre un niño, era reclamado por el reflejo. Y cuando la luna llena brillaba con una luz espectral, el castillo maldito volvía a susurrar nombres, a reclamar almas.
El aire dentro del castillo olía a humedad y a recuerdos polvorientos.
El fuego en las antorchas parpadeaba con languidez, incapaz de ahuyentar el frío que se arrastraba por los pasillos como una criatura invisible. El gran salón se alzaba en el corazón del castillo, su cúpula decorada con frescos de ángeles caídos y demonios enlutados. Y en el centro, protegido por columnas de mármol ennegrecido, el espejo esperaba.
Esperaba como una bestia paciente, como un dios silencioso.
Las leyendas hablaban de niños que se acercaron demasiado, de pequeños curiosos que sintieron un tirón en el estómago al mirarse en su superficie. Algunos decían que el espejo susurraba cuando nadie lo miraba, que su reflejo era más nítido de lo que debería ser, que los ojos en el cristal parpadeaban un instante después de que los reales lo hicieran.
Era un predador sin garras. Un abismo disfrazado de reflejo.
Y su dueña, Lady Morganna, aún caminaba por los salones prohibidos, una silueta envuelta en sombras y secretos. Nadie sabía si era humana o si era ya un reflejo escapado del cristal. Pero su presencia era innegable, un eco persistente que impregnaba los muros con su voluntad.
Los aldeanos no hablaban del espejo en voz alta. Solo los insensatos susurraban su historia en la taberna, con copas de vino temblando en sus manos.
Decían que la hechicera Morganna no envejecía, que su piel era tersa como la porcelana, que sus labios tenían el color del vino oscuro y sus ojos el brillo de la fiebre. Decían que su belleza no era natural, que se alimentaba de los niños que atrapaba en su espejo. Cada alma robada era un susurro más en su reflejo, una sombra más en el cristal, un año más añadido a su existencia.
Pero lo más terrible era el destino de los niños atrapados.
Al principio, podían gritar. Se los podía oír llamando a sus madres desde dentro del espejo, con voces quebradas, distorsionadas por la prisión de cristal. Sus manos golpeaban el vidrio con desesperación, sus lágrimas nunca caían al suelo sino que se deslizaban en la superficie como gotas atrapadas en una pared invisible. Pero con el tiempo... dejaban de gritar. Dejaban de suplicar. Dejaban de ser ellos mismos.
Y un día, el reflejo ya no intentaba escapar. Solo sonreía, con una sonrisa vacía.
El pueblo había intentado deshacerse del espejo una vez. Durante la noche más oscura del invierno, un grupo de hombres había cabalgado hasta el castillo con antorchas y espadas bendecidas por sacerdotes. La idea era clara: destruir el espejo, acabar con la maldición, matar a la hechicera.
Pero ninguno regresó. A la mañana siguiente, el espejo aún estaba allí, intacto. Solo había algo nuevo en él: doce sombras más reflejadas en su cristal, sonriendo desde dentro. Después de aquello, nadie más se atrevió a desafiarlo.
Ahora, los años habían pasado como hojas arrastradas por un río imparable. Los aldeanos aprendieron a ignorar el castillo, a fingir que no existía. Enseñaban a sus hijos a nunca acercarse a las ruinas, a nunca mirar los espejos demasiado tiempo.
Pero el espejo, inmortal y paciente, seguía esperando. Esperando a los próximos niños. Esperando a los gemelos de cabello dorado y ojos curiosos. Esperando a Lucian y Elias.