El Reflejo Maldito

La Hechicera y su prisión de cristal

El tiempo no existía en aquel lugar.

Era un espacio suspendido en la nada, un rincón olvidado del mundo donde la luz nunca cambiaba y la noche jamás llegaba. En la prisión de cristal, el aire era denso y pálido, inmóvil como un suspiro congelado en el invierno. No había viento, ni sol, ni sombras que se alargaran con las horas. Solo un reflejo perpetuo de la realidad, una copia deformada del mundo, un eco que nunca moriría.

Los niños estaban allí, demacrados, con los ojos vacíos, la piel traslúcida como el hielo bajo la luna. Permanecían sentados en el suelo de mármol negro, en filas perfectas, como muñecos rotos sin voluntad. Ninguno lloraba. Ninguno hablaba. Ninguno intentaba escapar. Se habían rendido.

Excepto uno.

Lucian sentía el frío trepándole por la piel como un millar de agujas invisibles, pero su espíritu no se quebraba. No se hundía en la resignación ni se convertía en un reflejo vacío como los demás. Sus ojos, aún llenos de vida, exploraban el lugar con intensidad, con una fuerza que la prisión no podía arrancarle. Él no pertenecía a ese sitio. Y Morganna lo sabía.

La hechicera apareció de la nada, como una sombra que se derramaba desde la nada y se convertía en forma humana. Era alta y delgada, con un vestido negro que parecía hecho de neblina y ojos que ardían con un fulgor perverso. Su belleza era inquietante, con labios rojos como la sangre y piel tan pálida que parecía de mármol.

—Eres diferente, niño —susurró, acercándose con pasos que no hacían ruido.

Lucian no respondió. No podía confiar en su voz. Sentía que hablarle a esa mujer sería lo mismo que ofrecerle su alma.
Morganna sonrió. Era una sonrisa que no pertenecía a un rostro humano, una curva perfecta y afilada como la hoja de un cuchillo.

—Todos los niños que han venido aquí han sido devorados por el reflejo —susurró, con voz de terciopelo rasgado— Se han convertido en parte de este mundo. Pero tú… tú sigues siendo tú.

Ella extendió una mano hacia él. Sus dedos, largos y huesudos, se curvaron con elegancia, buscando su piel. Pero, en cuanto la yema de sus dedos rozó su mejilla, algo invisible la rechazó con un destello de luz dorada. La hechicera se detuvo en seco. Sus ojos se oscurecieron con sorpresa… y con fascinación.

—Interesante…

Lucian sintió su corazón martillándole en el pecho. No entendía lo que había pasado, pero algo dentro de él lo protegía. Algo más fuerte que la magia de la hechicera. Morganna inclinó la cabeza, analizándolo como un coleccionista observa una gema rara. Su piel, su cabello dorado, sus ojos brillantes y dorados también, su alma. Era demasiado puro.

—No puedo devorarte —susurró con deleite— No puedo convertirte en uno de ellos.

Sus ojos se deslizaron hacia los demás niños, que seguían sentados en el suelo como estatuas vivientes. Ninguno reaccionó. Eran cuerpos huecos, sin deseos, sin pensamientos. Pero Lucian… Lucian aún era un ser humano.

—Eso significa que eres mío.

El niño sintió un escalofrío recorrerle la columna. Había algo en esas palabras, en la forma en que la hechicera lo dijo, que lo hizo sentir como si ya hubiera perdido una parte de sí mismo.

Morganna chasqueó los dedos y el suelo bajo ellos cambió. La prisión de cristal se distorsionó, deslizándose como un espejismo, hasta convertirse en una gran cámara oscura. Las paredes estaban cubiertas de espejos, cada uno de ellos mostrando una escena diferente.

En uno, una niña de trenzas rubias jugaba con su familia… pero en su reflejo, estaba atrapada en la prisión, con el rostro vacío. En otro, un niño pescaba en un lago… pero en su reflejo, su piel era grisácea y su expresión ausente.

—No puedes escapar de aquí, Lucian —susurró Morganna, con voz de seda venenosa— Pero yo te protegeré.

El niño sintió que la desesperación le trepaba por la garganta, pero no dejó que su miedo lo dominara. Sabía que si cedía a la desesperanza, si aceptaba que nunca saldría, se convertiría en otro de esos niños vacíos.

Morganna se acercó aún más. Su vestido ondeaba como humo oscuro, envolviéndolo en su aroma a flores marchitas y sangre seca.

—Eres especial —dijo con dulzura fingida— Y lo especial… debe conservarse.

Lucian retrocedió, pero su reflejo no lo imitó. Se quedó allí, mirándolo, con ojos demasiado fijos, demasiado vacíos. Era la versión de él que Morganna quería, la versión obediente, la versión resignada. Lucian sintió náuseas.

—Déjame ir —susurró, con los dientes apretados.

Morganna se echó a reír. Era un sonido hermoso y cruel.

—¿Dejarte ir? Pero eres lo más hermoso que he atrapado en siglos.

Su voz descendió hasta un susurro.

—Eres… mi tesoro.

Lucian sintió un escalofrío helado en la nuca. Sabía, con la certeza de un condenado, que la hechicera nunca lo dejaría marchar. Y en los espejos a su alrededor, su reflejo comenzó a moverse solo.




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