El castillo Lothaire era un mausoleo de sombras. Torres de piedra fría se alzaban hacia el cielo como dedos esqueléticos, mientras el viento nocturno tejía susurros entre los pasillos vacíos. En lo alto, la luna llena proyectaba su pálida luz sobre los vitrales, pintando espectros incoloros en las paredes de piedra.
Elias sentía que el mundo se había vuelto extraño, como si una fina capa de irrealidad envolviera cada rincón del castillo. Algo había cambiado desde aquella noche. Desde que su hermano desapareció. No, desde que fue reemplazado.
Lucian estaba allí, su reflejo caminaba junto a él, pero algo en su esencia era distinto, irreconocible. Su risa sonaba como la de siempre, pero tenía un eco hueco, como si las palabras salieran de una garganta sin vida. Sus ojos, aunque idénticos, parecían más fríos, como el hielo pulido que nunca se derrite.
Y Elias lo sabía. Sabía que ese niño que dormía en la habitación junto a la suya, que se sentaba a su lado en la mesa, que tomaba su mano en los jardines… no era su hermano. Pero entonces, ¿dónde estaba Lucian?
El sueño lo envolvió esa noche con la suavidad de un velo maldito. No fue el descanso plácido de un niño agotado, sino un descenso en una pesadilla de cristal y sombras. Elias soñó con un mar de espejos.
Reflejos torcidos de su propio rostro lo observaban desde cada ángulo, parpadeando un instante después que él, sonriendo cuando su boca no se movía. Y entre todos esos reflejos, vio a Lucian. El verdadero.
—¡Elias! —La voz de su hermano se quebró en el aire, pero el sonido estaba apagado, amortiguado por un vidrio invisible que los separaba. Sus puños golpeaban la barrera con desesperación.
Los espejos lo rodeaban, pero no reflejaban su figura como deberían. No era una mera imagen; era él, atrapado en un mundo sin aire, sin escape, con los labios abiertos en un grito mudo.
—¡Elias, ayúdame! ¡Por favor hermano!
Elias extendió una mano, su pecho latiendo con un terror sofocante. Sintió el frío del vidrio rozarle los dedos, un frío que no pertenecía al mundo de los vivos. Y entonces, una sombra se deslizó detrás de su hermano. Una silueta envuelta en un vestido de humo negro.
Ojos como brasas muertas lo perforaron desde el otro lado del cristal. La hechicera. Con un movimiento lento, tomó a Lucian por los hombros y lo apartó, arrastrándolo hacia la oscuridad.
—No… no… —Elias trató de gritar, de golpear el espejo, de correr tras él— ¡Lucian!
Pero su hermano se desvaneció en las sombras. Y el reflejo se volvió hacia él. El otro Lucian. El impostor. Su boca se torció en una sonrisa lenta, como si estuviera aprendiendo a gesticular por primera vez. Los labios se curvaron más de lo normal, demasiado tensos, demasiado artificiales.
Elias despertó con un grito ahogado.
El sol apenas despuntaba cuando corrió a la habitación de su hermano. El reflejo estaba allí, durmiendo en la cama, su pecho subiendo y bajando en una imitación perfecta de la vida. Elias sintió su corazón martillándole en las costillas. Sabía lo que había visto. Sabía lo que había sentido.
Pero cuando Lucian abrió los ojos y lo miró, su rostro era idéntico al de siempre.
—¿Qué pasa? —preguntó, con voz pastosa de sueño.
Elias no respondió. No podía. Porque ese no era su hermano.
Los días pasaron como hojas muertas arrastradas por el viento.
Elias observaba. Veía cómo su hermano caminaba con pasos demasiado medidos, cómo sus respuestas eran demasiado perfectas, demasiado ensayadas.
Lucian jamás había sido así. Lucian era fuego, era relámpago, era una criatura de impulsos y sonrisas traviesas. Pero este… este era un reflejo pulido de lo que alguna vez fue. Elias esperaba encontrar una grieta en el vidrio.
Y un día, la encontró.
El crepúsculo bañaba el castillo con su luz mortecina cuando Elias se atrevió a hacer la prueba. Una prueba que su hermano jamás habría fallado. Se encontraban en los jardines de la mansión, bajo la mirada impasible de las gárgolas que vigilaban desde los muros. Las flores se marchitaban más rápido desde que su hermano había cambiado.
—Lucian… —llamó Elias con voz cuidadosa— ¿Recuerdas nuestra promesa?
El reflejo se giró hacia él con una mirada interrogante.
—¿Qué promesa?
Elias sintió su piel erizarse. Lucian nunca habría olvidado. Nunca.
—Nuestra promesa —repitió, conteniendo la respiración— Dijimos que, si alguna vez uno de nosotros se perdía…
Esperó la respuesta. El impostor frunció ligeramente el ceño.
—Dijimos… que nos buscaríamos —dijo finalmente, con una pausa extraña en la voz.
Elias sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se había demorado en responder. Había pensado en la respuesta. Lucian jamás habría tenido que pensar.
Lucian habría sabido. Elias sintió la desesperación trepándole por el pecho. Si ese no era su hermano… entonces Lucian aún estaba atrapado. Aún estaba allí. Aún lo necesitaba. Y entonces, lo sintió.
Un tirón en el pecho, como si alguien jalara de un hilo invisible atado a su alma. Un susurro en el viento. Su nombre.
Elias…
El pequeño se estremeció. Sabía que el reflejo estaba delante de él.
Pero el verdadero Lucian estaba en otro lugar. Atrapado en el cristal.
Esperando.
Morganna lo había querido para sí. Lo había marcado como su tesoro, pero Lucian nunca dejaría de luchar. Y Elias…
Elias nunca dejaría de buscarlo. Porque la promesa seguía en pie. Si uno de ellos se perdía… el otro lo encontraría.