La prisión de cristal era un abismo sin tiempo. Un reflejo detenido del mundo real, donde el amanecer jamás llegaba y la noche jamás caía. Lucian flotaba en un mar de reflejos distorsionados, un océano de imágenes sin forma que lo rodeaban como un laberinto sin salida. Sus pies tocaban el suelo, pero el suelo no era suelo. El aire lo envolvía, pero no podía respirar. Todo aquí era una mentira. Todo era una burla cruel de la realidad.
Y sin embargo, él seguía siendo real. Lucian no sabía cuánto tiempo había pasado desde que fue arrancado de su mundo. No había días ni noches en la prisión. Solo espejos. Solo sombras. Solo el murmullo inquietante de las almas que una vez fueron niños y ahora eran poco más que susurros sin voz.
Pero lo peor de todo… era que podía ver. Podía ver a Elias. Podía verlo en el mundo real, observándolo a través del velo invisible del espejo. Su hermano caminaba por el castillo con los ojos enrojecidos, con la duda clavada en su piel como espinas de un rosal marchito. Elias lo sentía. Sabía la verdad.
Pero estaba asustado. Lucian lo veía dudar, lo veía retroceder cada vez que el impostor lo miraba con aquella sonrisa pulida, con aquellos ojos vacíos que reflejaban la falsedad en su forma más pura. Lo veía luchar contra el terror de lo imposible, de lo que no podía ser.
—Elias… —susurró Lucian, presionando sus manos contra la barrera invisible del espejo.
El vidrio era frío, tan frío como la indiferencia de su propio padre.
Porque también lo veía. Su padre.
Lord Alistair.
Lucian observaba cómo el hombre lo ignoraba. Cómo miraba al impostor sin cuestionar, sin vacilar. Su padre sabía. Lo sabía. Y no le importaba. El dolor fue una puñalada lenta, un veneno que se deslizó por sus venas y consumió todo su ser. Su padre… lo había abandonado. La verdad se expandió dentro de él como una grieta que se abre en un cristal antiguo. Él no iba a salvarlo. Nadie vendría a buscarlo.
Solo Elias.
Elias era su única esperanza. Pero su hermano estaba aterrado. Perdido. Y Lucian no sabía cuánto tiempo más podría resistir. Porque Morganna lo quería.
La hechicera lo observaba como un coleccionista admira su más preciada posesión. Lucian sentía su mirada como un aliento helado sobre su piel. Una presencia que lo envolvía, que lo estudiaba, que lo reclamaba en silencio. Morganna se acercaba a él con una elegancia inquietante, deslizándose por la prisión como si fuera parte del cristal mismo. No era humana. No del todo.
—No puedes escapar de mí —susurró una noche, su voz envolviendo el espacio con la dulzura de un veneno disfrazado de miel.
Lucian no respondió. La odiaba.
Pero lo que más lo aterraba… era cuánto ella lo deseaba. Los demás niños eran solo alimento para su hechicería. Esencias que ella absorbía, almas que devoraba sin piedad hasta convertirlas en meros reflejos vacíos. Pero con él… con él era diferente.
Morganna alzó una mano y la deslizó suavemente hacia su rostro, como si quisiera acariciarlo, como si quisiera sentir su piel. Pero en el instante en que su palma estuvo a punto de tocarlo, una fuerza desconocida se agitó dentro de Lucian.
El aire vibró. Una luz cálida y dorada, tenue pero firme, brotó de su piel. Morganna se apartó de golpe. Un destello de furia cruzó su rostro. Pero luego… luego sonrió.
—Interesante… —susurró con deleite— No puedo tocarte.
Lucian sintió su respiración entrecortarse. No podía absorberlo. No podía consumirlo como a los demás. No podía despojarlo de su esencia, de su vida, de su alma. Y aquello no la enfureció. La fascinó.
—Nunca he encontrado a nadie como tú —murmuró, rodeándolo con pasos lentos, como un depredador rodeando a su presa.
Lucian sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda.
—Eres especial, mi niño. Eres… diferente. Único.
Su voz era dulce, casi amorosa. Pero en su dulzura había algo torcido, algo venenoso.
—Todos los que llegan aquí terminan convirtiéndose en parte de este mundo —continuó— Pero tú… tú resistes.
Morganna inclinó la cabeza, observándolo con una mezcla de admiración y obsesión.
—Por primera vez en siglos, no quiero devorar a un niño —susurró.
Lucian tragó saliva. Su corazón latía con furia en su pecho.
Morganna se arrodilló frente a él. Sus ojos brillaban con una intensidad aterradora. Y entonces, dijo lo que lo sumió en el peor de los horrores.
—Quiero conservarte.
Lucian sintió que el aire se volvía plomo en sus pulmones.
—Eres mío ahora.
Y con un escalofrío indescriptible, supo que Morganna no hablaba solo de su alma.
Lo quería.
Lo quería como suyo.
Su prisionero.
Su posesión.
Su hijo.
Lucian sintió que el pánico lo desgarraba desde dentro. Todo en su interior gritó. Se arrojó contra la barrera del espejo, arañó su superficie con desesperación. Buscó a Elias.
—¡Elias, por favor! ¡No me dejes aquí!
Pero su voz se perdió en la inmensidad de la prisión de cristal. Morganna rió suavemente, como si disfrutara de su desesperación.
—No hay salida, mi dulce niño —susurró— Pero ya no importa.
Y por primera vez, Lucian sintió lo que era el verdadero terror.