El castillo Lothaire se alzaba como un mausoleo de recuerdos olvidados, con sus torres envueltas en la bruma, como si la niebla misma intentara ocultar sus secretos. Las piedras antiguas, ennegrecidas por el paso del tiempo, murmuraban historias enterradas en cada grieta, en cada eco que resonaba en los pasillos desiertos. Elias caminaba por esos corredores con el peso de una verdad insoportable oprimiéndole el pecho. Lucian estaba atrapado.
El verdadero Lucian. Aquel que reía con fuego en los ojos, aquel que corría descalzo sobre los pisos fríos del castillo, aquel que siempre le extendía la mano cuando la oscuridad lo asustaba. El impostor que compartía su mesa, que dormía en la habitación junto a la suya, no era su hermano. Elias lo sabía. Podía sentirlo.
Podía verlo en la forma en que la sombra de Lucian se alargaba demasiado bajo la luz de las velas. Podía oírlo en su voz, que era idéntica, pero sin vida. Un eco pulido, sin las imperfecciones humanas de su verdadero hermano. Pero lo que más le helaba la sangre… era su padre. Lord Alistair sabía la verdad. Y había elegido ignorarla.
Las puertas de la biblioteca estaban entreabiertas. Elias nunca había tenido permiso para entrar.
Era el único lugar del castillo que siempre estaba cerrado. Un santuario de secretos. Pero esta noche, Elias no se detendría ante prohibiciones. Si su padre no lo ayudaría, él encontraría la verdad por sí mismo.
El interior de la biblioteca era inmenso, sus estanterías de roble ascendían hasta el techo abovedado, cargadas de libros con títulos que el polvo había borrado. Las lámparas de cristal colgaban inmóviles, proyectando sombras que parecían moverse con voluntad propia.
Y en el centro de la sala, sobre un escritorio de madera oscura, había un libro abierto. Elias sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Las páginas estaban cubiertas de escritura apretada, de símbolos antiguos que no reconocía, pero en el margen, con una tinta más reciente, había un nombre subrayado con fuerza.
Morganna. El corazón de Elias martilleó contra su pecho. La hechicera. El aire se volvió más pesado. La habitación entera pareció inclinarse, como si el castillo mismo contuviera la respiración. Con dedos temblorosos, pasó las páginas. Las palabras escritas en latín arcaico lo observaban como ojos silenciosos. Pero entonces, encontró algo.
Un retrato.
Era un boceto antiguo, amarillento por el tiempo, con la imagen de una mujer envuelta en sombras, con ojos que parecían dos brasas apagadas. A su lado, un niño de cabello dorado miraba fijamente al frente. Elias sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Ese niño era idéntico a Lucian. Sus manos apretaron el papel con fuerza, como si pudiera exprimir respuestas de las fibras del pergamino.
Las palabras debajo del retrato estaban borrosas, pero pudo descifrar algunas frases.
La hechicera Morganna fue condenada hace siglos, acusada de robar almas jóvenes para conservar su vida. Se dice que encontró la forma de crear reflejos perfectos, pero sus víctimas desaparecieron sin dejar rastro... La sangre de los Lothaire siempre ha sido especial para ella... especialmente los niños de cabello dorado.
Elias sintió un escalofrío helado recorrerle la columna. Era su familia. Lucian nunca fue el primero. Su padre lo sabía. Siempre lo había sabido. El sonido de pasos en el pasillo lo sacó de su trance. Elias cerró el libro de golpe y se deslizó hacia la sombra de una estantería. El latido de su corazón era un tambor ensordecedor.
La puerta se abrió. Su padre entró.
Lord Alistair se movía con la elegancia de un hombre acostumbrado a cargar secretos. Pero en sus ojos había una fatiga oscura, una sombra de culpa que nunca había visto antes. Se acercó al escritorio y, con un suspiro, cerró el libro con cuidado. Sus dedos recorrieron la cubierta con una mezcla de resignación y tristeza. Elias se mordió el labio hasta que el sabor a sangre le llenó la boca.
¿Por qué no hacía nada?
¿Por qué no buscaba a Lucian?
¿Por qué había permitido que su hijo fuera tomado?
¿Por qué miraba al reflejo falso y fingía que todo estaba bien?
El silencio se alargó en la biblioteca. Lord Alistair se quedó quieto, con una expresión que no podía descifrar. Entonces, sin previo aviso, habló.
—No deberías estar aquí.
Elias sintió que su cuerpo entero se tensaba. Su padre sabía que lo estaba espiando. El hombre alzó la mirada y, por primera vez en su vida, Elias vio algo en sus ojos. Algo parecido al miedo.
—No intentes buscar respuestas —advirtió con voz baja— Algunas verdades no pueden cambiarse.
Elias apretó los puños. La ira le quemó la garganta como fuego líquido.
—No es una verdad.
Su voz salió rota, llena de rabia y dolor.
—Es una mentira.
Lord Alistair cerró los ojos. Por un momento, pareció más viejo, más cansado.
—No puedes salvarlo, Elias.
Elias sintió su estómago hundirse.
Su padre lo estaba condenando.
—¿Cómo puedes decir eso? —su voz tembló, llena de incredulidad— ¡Es tu hijo!
Lord Alistair se volvió hacia la ventana. Su reflejo en el vidrio se veía borroso, distorsionado.
—A veces… hay cosas que los padres no pueden cambiar.
Elias sintió que las lágrimas ardían en sus ojos.
—Tú podrías salvarlo.
Lord Alistair no respondió. Elias sintió que algo dentro de él se rompía. No podía contar con su padre. No podía confiar en nadie.
Si quería recuperar a Lucian… tendría que hacerlo solo.