El Reflejo Maldito

La Maldición de los Lothaire

El castillo Lothaire se erguía sobre sus propias ruinas invisibles, un cadáver de piedra envuelto en su propio aliento de siglos. La niebla se enroscaba en sus torres como serpientes dormidas, y las sombras, alargadas y etéreas, se arrastraban por los pasillos como un veneno lento. Elias caminaba en su interior con la sangre ardiendo bajo la piel. Ya no podía cerrar los ojos sin verlos.

Los rostros de los otros. Los niños que vinieron antes. Las sombras de los que fueron arrancados del mundo y nunca volvieron. Lucian no era el primero. Él lo sabía. Siempre lo había sabido. Porque los muros del castillo contenían más que polvo y ecos; contenían la memoria de todas las almas que se habían desvanecido en sus espejos. Y todas ellas llevaban su apellido.

Los Muertos que Nadie Nombra

Las historias no estaban en los libros. Las leyendas no se encontraban en los registros familiares, porque los Lothaire no escribían sobre su desgracia. Pero la servidumbre sí hablaba. Elias había aprendido a escuchar los susurros entre las paredes, a leer los temblores en las voces de los criados más viejos. Ellos sabían.

Y esa noche, en la cocina iluminada por una lámpara de aceite, alguien finalmente se atrevió a contarle la verdad.

—No eres el primer niño que Morganna ha tomado. —La voz de Agatha, la sirvienta más anciana, era apenas un hilo tembloroso— Los gemelos siempre han sido suyos.

Elias sintió un escalofrío clavarse en sus costillas.

—¿Gemelos?

Agatha asintió, su mirada oscurecida por el peso de los recuerdos.

—Siempre los de cabello dorado. Siempre los más jóvenes.

Las palabras fueron una daga en la piel de Elias.

—¿Cuántos?

La anciana tragó saliva.
Demasiados.

—Los registros no existen —susurró— Pero cada generación ha perdido al menos a uno.

Elias sintió su respiración entrecortarse. Cada generación.

—Mi hermano… —su voz tembló— ¿Lucian era su objetivo desde el principio?

Agatha cerró los ojos.

—Desde el momento en que nació.

El silencio se hizo pesado. Denso como la niebla de la madrugada.
Elias sintió su cuerpo entero entumecerse. Porque eso significaba que su padre lo sabía.
Lo había sabido desde siempre. Y aún así, lo dejó caer.

El Pecado de los Lothaire

Lord Alistair no dijo nada cuando Elias entró en su despacho. No levantó la vista. No mostró sorpresa. Porque esperaba este momento. Elias no habló al principio. Solo lo miró. Miró al hombre que había permitido que su hermano desapareciera sin alzar un solo dedo.

Al hombre que cenaba con un impostor y fingía que su hijo no estaba gritando en un mundo de cristal. Y sintió odio.

—¿Cuánto tiempo lo supiste? —Elias susurró, pero su voz cortó el aire como un cuchillo en carne viva.

Lord Alistair finalmente alzó la mirada. Sus ojos no mostraban sorpresa.

—Desde que nacieron.

Elias sintió un mareo oscuro envolverle la cabeza.

—¿Y no hiciste nada?

El silencio se alargó.

—No podía hacer nada.

Las palabras fueron frías.
Indiferentes.
Falsas.
Elias sintió el temblor en sus manos.

—Mentira.

Su voz se quebró en rabia. Lord Alistair no negó nada. Se quedó allí, sentado en su escritorio de madera oscura, con las sombras de su cobardía impregnadas en la piel.

—Cada generación ha tratado de desafiarla —dijo al fin— Ninguna lo logró.

Elias sintió una risa amarga en su garganta.

—Así que simplemente aceptaste que se lo llevara.

El hombre bajó la vista.

—No hay escape de la maldición de los Lothaire.

Elias sintió el ardor detrás de los ojos. Pero no iba a llorar. No cuando su hermano seguía atrapado en ese infierno. No cuando aún había una puerta esperando ser abierta.

—Yo lo salvaré.

Lord Alistair lo miró. Algo en su expresión se tensó. Algo parecido al miedo.

—No puedes.

Elias avanzó hasta la mesa. Sus dedos se apoyaron en la madera como garras.

—Mírame.

Lord Alistair lo hizo. Y en los ojos de su hijo, vio algo que no había visto en los Lothaire desde hace generaciones.

Furia.
Determinación.
Algo diferente.
Elias inclinó la cabeza.
Y susurró:

—Yo no soy como tú.

Lord Alistair no respondió.
Porque en el fondo, lo sabía.
Elias no se rendiría.

La Sangre de los Gemelos

La noche cayó como un velo de tinta sobre el castillo. Elias se deslizó por los pasillos con un solo objetivo. Abrir la segunda puerta.
Pero esta vez, no estaba solo.
Porque cuando se detuvo ante la gran puerta de madera oscura, cuando extendió la mano para tocar su superficie helada…

Una segunda mano se posó sobre la suya. Fría. Como cristal. Elias sintió su aliento quedar atrapado en la garganta. Y lentamente, giró la cabeza. Lucian estaba de pie a su lado.

No su reflejo.
No el impostor.
El verdadero.

Sus ojos azules estaban llenos de lágrimas, su piel traslúcida, su voz apenas un murmullo entre la niebla.

—Elias…

Elias sintió un nudo apretarle el pecho.

—Voy a sacarte de aquí.

Lucian sollozó.

—Morganna sabe que estás cerca…

Elias apretó su mano.

—Que me espere.

Lucian tragó saliva, sus labios temblando.

—¿Y si no lo logras?

Elias lo miró con una intensidad ardiente.

—Yo siempre te encuentro.

Lucian se estremeció. Y por primera vez en semanas, su reflejo lo imitó. Elias cerró los ojos. Y con un último aliento, empujó la puerta. Y la oscuridad los devoró.




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