El viento golpeaba los vitrales del ala este del castillo como si intentara arrancarlos del pasado, como si las voces atrapadas en los marcos tallados aún quisieran escapar. Las luces de las lámparas temblaban sobre las paredes empapeladas, proyectando siluetas largas y espectrales que danzaban como memorias deformadas.
Lord Alistair se sentaba en la gran silla del estudio, una figura tallada en mármol frío, con los ojos perdidos en un punto que ya no existía. Tenía el rostro de un rey anciano, pero no había corona en su cabeza, ni reino a sus pies. Solo un trono de luto. Un hombre que alguna vez fue todo lo contrario.
Cuando la vida aún tenía luz
Hubo un tiempo en que la risa de Alistair podía llenar un pasillo entero. Era un niño de ojos dorados como los rayos del amanecer, con el corazón hecho de fuego y la mirada limpia de quien no teme al futuro. Tenía un hermano mayor, Aurelian, y eran inseparables. Como el sol y la luna, distintos pero inevitablemente ligados. Aurelian era la calma y Alistair, la tormenta.
Los muros del castillo no eran pesados entonces, eran testigos de juegos, de secretos susurrados a medianoche, de promesas infantiles selladas con risas. Sus padres eran amables, sabios y amorosos. La familia Lothaire, en ese entonces, era un santuario. Y Alistair creció pensando que siempre sería así.
Que el amor era invencible. Que la oscuridad, si existía, podía combatirse con la fe y el valor.
La noche que partió el mundo
Tenía solo dieciocho años. Una edad en que uno cree que puede enfrentar cualquier cosa. El día era gris, pero no triste. Lloviznaba con esa suavidad que humedece la tierra sin ahogarla, como si el cielo simplemente deseara tocar el mundo con melancolía. Alistair acababa de volver de una excursión al bosque con sus amigos. Y al entrar al castillo, no los encontró. Ni a su madre. Ni a su padre. Ni a Aurelian.
Solo silencio.
Solo el eco de un viento que no pertenecía al mundo natural. Y luego… la risa. Una risa de mujer, tan suave que parecía caricia, tan cruel que era cuchilla. La encontró en la sala de espejos. Y frente a ella, el último reflejo de su familia.
Los tres… adentrándose en el cristal. Sus cuerpos no se movían. Pero sus almas eran arrastradas como hojas secas.
Alistair gritó hasta que la garganta le sangró. Corrió, rompió el espejo.
Pero ya era tarde.
Demasiado tarde.
El intento imposible
Durante un año entero, Alistair se hundió en los libros prohibidos.
Buscó puertas. Aprendió hechizos. Desenterró diarios malditos. No durmió. No comió. No lloró.
Porque en su pecho ardía el juramento:
Los traeré de vuelta.
Se enfrentó a los custodios de Morganna. Desafió a los espejos, a los reflejos, al mundo de cristal.
Y lo logró. Durante un instante. Solo un instante. Aurelian apareció frente a él. Pero ya no era él. El espejo lo había devorado por dentro. Sus ojos no reconocieron a Alistair. Sus labios no pronunciaron su nombre. Y cuando Alistair intentó tocarlo, su hermano se disolvió en pedazos de sombra y cristal. Morganna susurró en su oído:
—Te dejo vivir para que sepas lo que es perder sin morir.
El nacimiento del mármol
Ese día, Alistair dejó de ser fuego.
Enterró sus emociones bajo una losa de indiferencia. Ya no buscó puertas. Ya no habló del pasado. Ya no volvió a pronunciar el nombre de Aurelian. Y cuando tuvo hijos, y uno de ellos fue atrapado, algo en su interior lo convenció de que el ciclo no podía romperse.
Que era inútil luchar.
Que salvarlo era imposible.
Y así, se convirtió en el espectro que ahora ocupaba el cuerpo de un padre. Un hombre de rostro impecable y alma hecha trizas.
La voz del pasado
La puerta del estudio se abrió suavemente. El mayordomo entró. Un hombre ya encorvado por los años, pero con la mirada firme. Lo había servido desde niño. Lo había visto crecer, amar, sufrir, romperse.
Se detuvo frente a él.
Silencio.
Luego, con voz grave y baja:
—Mi señor…
Alistair no respondió.
El mayordomo avanzó.
—¿Recuerda quién era usted antes de la desaparición de sus padres y su hermano?
Alistair parpadeó lentamente.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué actúa como si no lo recordara?
El mayordomo se inclinó.
—He visto morir a muchos Lothaire, mi señor. Pero usted… usted eligió seguir respirando como un muerto.
Alistair levantó la mirada, con una sombra húmeda en los ojos.
—Ya no tengo fuerzas.
El mayordomo lo interrumpió.
—No las necesita todas. Solo necesita una.
Alistair frunció el ceño.
—¿Cuál?
—La que tuvo cuando gritó por Aurelian —dijo el hombre, con voz quebrada— Esa que le hizo decir que nunca dejaría que nadie más pasara por lo mismo.
Hubo un silencio espeso. Y entonces, con palabras cargadas de verdad:
—Sus hijos lo necesitan, Alistair. Uno está atrapado y el otro se está perdiendo para salvarlo. Y usted… usted aún puede ser el padre que ellos esperan.
El mayordomo retrocedió, dejando al hombre solo en su penumbra.
Alistair cerró los ojos. Y por primera vez en años….lloró.