El despacho de Lord Alistair quedó atrás como una cripta. Una tumba donde había sepultado su espíritu hacía ocho años. Pero ya no era un cadáver. Sus pasos resonaban con firmeza sobre el mármol del pasillo. Ya no arrastraba el peso del pasado, no temía a la voz de la bruja ni al canto de los espejos. Ahora caminaba como un Lothaire. Como el hijo que fue. Como el padre que debía ser.
La túnica oscura ondeaba tras él como una sombra liberada.
Sus ojos, dorados bajo tormenta, reflejaban una furia templada, un amor ardiente, una resolución inquebrantable. El mayordomo lo observaba desde la entrada del corredor, con la mirada empañada de recuerdos.
—Mi señor… —susurró, sin necesidad de más.
Alistair se detuvo solo un instante. Asintió en silencio. Había sido un niño guiado por la luz. Ahora era un hombre forjado en las cenizas.
Y esa noche, caminaría al corazón del infierno para arrancar a sus hijos de las fauces de la oscuridad.
El eco de los nombres amados
Mientras avanzaba, los retratos de sus antepasados parecían mirarlo con ojos húmedos. Él también había sido feliz una vez. Recordó las risas de su madre, su voz suave como los cuentos que le contaba al dormir. El perfume a jazmín que siempre dejaba a su paso. Recordó las manos firmes de su padre, el ancla que lo mantenía a salvo incluso en las tormentas de su niñez. Y recordó a Aurelian…
Su hermano, su estrella mayor.
El primero en enseñarle a pelear, a soñar, a llorar con orgullo.
Todos ellos estaban muertos. Y sin embargo, él seguía allí. No como una víctima. Sino como una chispa que jamás terminó de apagarse.
—Lucian no es como Aurelian —murmuró para sí mismo mientras descendía por las escaleras ocultas tras la bodega antigua —
Lucian no se rindió. Lucian me sigue llamando.
Y Elias…
Elias era su reflejo perfecto. No solo por su rostro, sino por el fuego con el que defendía a su hermano. Era él mismo, años atrás. Y no permitiría que la historia se repitiera. No vería esa mirada rota en los ojos de su hijo.
No cargaría otra lápida en el corazón.
Lucian debía vivir.
Elias debía confiar.
Y Morganna debía morir.
La apertura de la segunda puerta
La puerta estaba allí, donde siempre estuvo.
Silenciosa.
Esperando.
Una losa de madera vieja, sin cerradura, sin marca, pero tan pesada como el tiempo mismo.
Un umbral entre la vida y la prisión de las almas. Alistair extendió la mano. Sus dedos rozaron la superficie como un gesto de reconciliación. Pero esta vez no era un niño golpeando las paredes del destino. Era un hombre reclamando su derecho.
Un padre. Un vengador.
—Ábrete —ordenó con voz baja.
Y la madera se partió sin ruido.
Un viento helado brotó del otro lado. Oscuro. Denso. Una bocanada de olvido y locura. Pero Alistair no tembló. Había dejado el miedo junto a su viejo yo, encerrado en ese despacho como un fantasma que ya no lo gobernaba.
Y cruzó.
El mundo de Morganna
El mundo del cristal no había cambiado desde la última vez.
Pero él sí. El aire seguía cortando como fragmentos suspendidos.
El cielo no tenía color ni forma.
Y los espejos crecían como árboles torcidos, deformes, como bocas abiertas. Pero ahora no los temía.
Ahora los reconocía por lo que eran: Instrumentos de una bruja cobarde, de una criatura que se alimentaba del amor para convertirlo en desesperación. Sus hijos estaban en alguna parte.
Y él no saldría sin ellos.
Las sombras del fracaso
El camino lo llevó al mismo punto en que había perdido a Aurelian. El altar de cristal. La sala donde Morganna se le había presentado,
hermosa y cruel como una rosa de hielo. Y en medio de la sala, flotando en un halo de luz espectral….una figura apareció. Era su propio reflejo de años atrás.
El joven Alistair.
De dieciocho años.
Con el rostro cubierto de lágrimas.
Con las manos sangrantes de tanto golpear aquel espejo.
Con la voz rota gritando un nombre que ya no volvería.
Aurelian.
El espectro lo miró.
—Tú fracasaste.
—No —respondió Alistair, firme— Tú fracasaste. Yo estoy aquí. Tú te rendiste. Yo regreso.
El reflejo intentó avanzar, pero Alistair no se movió.
—No soy quien fuiste —susurró—
Soy lo que debía ser.
Y al pronunciarlo, la imagen de su antiguo yo se quebró como una estatua de vidrio. Y el pasado finalmente lo soltó.
El renacer
Una llama dorada brotó de su pecho. Un fulgor que no era magia ni maldición, sino voluntad. Y esa llama guió sus pasos hasta un claro de oscuridad. Donde el silencio no era quietud, sino una espera contenida. Y allí, al otro lado de una pared de espejos agrietados….vio a Lucian.
Temblando.
Llorando.
Pero de pie.
Con sus manitas apretadas como si aún resistiera.
Alistair cayó de rodillas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
No de tristeza, sino de reverencia.
—Perdóname… —murmuró—
Pero ya no estoy de rodillas.
Y mientras Lucian alzaba la vista,
la mirada de padre e hijo se encontró por primera vez en mucho tiempo. Y por primera vez… Morganna tembló.
Porque el fuego de los Lothaire
había regresado. Y esta vez, venía por ella.