El mundo de cristal era un laberinto sin fin, un mapa tallado con los huesos del miedo,
una prisión que se disfrazaba de espejo, y Elias era el único punto de luz avanzando dentro de él. Sus pasos no sonaban. No porque fueran silenciosos, sino porque el suelo no existía como tal, era como caminar sobre la superficie de un recuerdo, blando, falso, intangible.
El aire estaba viciado de memorias rotas.De gemidos sin voz. De súplicas atrapadas en paredes que temblaban. Y en medio de todo,
el llamado de Lucian no cesaba.
Elias... Elias... Elias...
Era un eco que no venía del oído,
sino del alma. Una cuerda invisible que le atravesaba el pecho
y tiraba de él con manos desesperadas. Cada vez que lo escuchaba, cada vez que oía esa voz tan familiar quebrándose,
su corazón se llenaba de brasas. Pero no de valor. No esta vez. Sino de rabia. De impotencia. De furia ardiente y amarga. Porque sabía.
Sabía que su padre lo había sabido todo. Y no había hecho nada. Había dejado a Lucian pudrirse en el silencio. Había aceptado al impostor. Había comido con él.
Había dormido bajo el mismo techo, sin una sola palabra de dolor o culpa.
La galería del abandono
El pasillo se abrió de golpe, como una herida desgarrada en el mundo. Elias entró. Y lo vio. La galería. Una sala interminable
cubierta de espejos grandes,
altos como puertas. Y en cada uno de ellos, una escena. Su padre, Lord Alistair, en distintos momentos ignorando a Lucian. En uno, Lucian lloraba al pie de su cama, pequeño, tembloroso, pidiéndole ayuda y Alistair pasaba a su lado sin mirarlo. En otro, Lucian gritaba desde el cristal,
golpeando la superficie, y su padre tomaba una copa de vino con total indiferencia.
En otro, el impostor sonreía mientras Lord Alistair lo abrazaba como si fuera real. Y Lucian al otro lado del espejo observaba en silencio rompiéndose.
-¡Basta! -gritó Elias,
pero su voz fue devuelta por los espejos con burla.
¿Dónde estabas tú, papá?
¿Por qué no hiciste nada?
¿Por qué me dejaste aquí?
El pasillo vibró. El suelo crujió. Y el odiocomenzó a llenar el pecho de Elias como un veneno caliente. Sus manos temblaban. Sus ojos ardían.
Quería romper cada espejo. Quería maldecir el nombre de su padre. Quería destruir ese recuerdo. Pero entonces la voz de Lucian.
No odies, Elias....Por favor, no lo hagas...
Y esa voz, más suave que un lamento, más poderosa que un grito, lo detuvo. Porque sabía que si caía, si se entregaba a ese rencor, Morganna lo atraparía para siempre. Su alma se quebraría y se volvería parte de esa galería, una estatua de cristal que lloraría sin fin.
La elección de la luz
Elias cayó de rodillas,
jadeando. Las lágrimas le nublaban la vista.
-Te fallé, Lucian... - susurró -
No sé cómo no odiarlo. No sé cómo perdonarlo.
El aire se volvió más denso.
Las paredes parecían cerrar sobre él.
No te equivoques, hermano...
No es por él que debes seguir adelante.
Es por nosotros.
Por ti y por mí.
No le des a Morganna lo que quiere.
Y entonces Elias comprendió. No se trataba de amar a su padre. Ni de justificarlo. Ni de excusarlo. Se trataba de no envenenarse por él. De no entregarle a Morganna
lo único que lo mantenía fuerte:
su luz. Apretó los dientes. Se limpió las lágrimas. Y se puso de pie. Su figura se irguió en medio de la galería, como un faro encendido. Y uno a uno, los espejos se resquebrajaron.
No por un golpe.
Sino por una decisión.
Elias eligió no odiar.
Eligió seguir caminando.
Eligió la esperanza.
La grieta en el reino
La galería se quebró. Los cristales cayeron como lluvia de hielo. Y al final del pasillo una abertura. Un umbral de luz. Y dentro...
Lucian.
Solo por un segundo.
Solo una silueta.
Pero real.
Mirándolo.
Con una sonrisa temblorosa en el rostro. Elias jadeó.
-¡Lucian...!
El mundo volvió a cerrarse. Pero ya no importaba. Porque estaban más cerca. Porque Morganna temblaba. Porque su odio no los había vencido. Elias respiró profundo. Y siguió adelante. Con la luz ardiendo como nunca.