La calma fue efímera. Una pausa suspendida entre los dedos de la tragedia. Una tregua ilusoria que Morganna desgarró con una risa que erizó los huesos del mundo.
—¡Los quiero separados! —gritó su voz, multiplicada en todas direcciones, como un torbellino hecho de ecos y gritos infantiles.
Antes de que Alistair pudiera moverse, el suelo estalló bajo sus pies. Una onda oscura brotó del corazón del altar, envolviendo a Elias como una serpiente hecha de niebla negra.
—¡Elias! —bramó Alistair.
El niño trató de correr hacia su padre, pero fue arrastrado por una fuerza invisible, como si el mundo de Morganna lo reclamara con hambre.
—¡No! —gritó el pequeño antes de desaparecer tras un muro de sombra — ¡Papá! ¡Ayúdame!
La trampa estaba hecha. Alistair se volvió hacia Lucian, aún atrapado,
aún dormido en su altar de cristal helado, tan hermoso como frágil,
como un recuerdo encerrado en un relicario maldito. Morganna, aunque invisible, reía como una niña malvada.
—Corre, Alistair —susurró—
Corre y elige. Salva al dormido… o al que grita tu nombre. Pero jamás a los dos ¡Jamás!
El juicio del padre
El corazón de Alistair latía con furia, con culpa, con miedo. Pero ya no dudaba. Corrió hacia Lucian,
la túnica agitándose como alas negras detrás de él. Cada paso era una decisión. Cada respiración, una declaración. Esta vez no perdería a ninguno. Llegó ante la prisión. El cristal palpitaba como si estuviera vivo. El cuerpo de Lucian, suspendido en el centro,
parecía dormido y despierto a la vez, como si aún luchara en sueños contra una pesadilla eterna.
—Aguanta, hijo —susurró Alistair,
colocando las manos sobre el cristal.
Y entonces, la oscuridad respondió. Una ola de sombra emergió desde la base del altar,
como si Morganna hubiese dejado su esencia allí, una guardiana hecha de sombra y lamento. Las manos negras se alzaron,
golpeando el escudo de luz que brotaba del pecho de Alistair. La magia oscura y la magia dorada chocaron con un rugido sordo,
como si el universo contuviera la respiración.
El padre cerró los ojos. Y dejó que el fuego lo envolviera.
La luz del legado
La luz dorada nació de su centro,
brotó de su espalda, recorrió sus brazos como lava sagrada. Era el amor por su hijo. Era la culpa transmutada en redención. Era la esperanza hecha carne. Era la sangre de los Lothaire, heredada por generaciones. El cristal empezó a resquebrajarse. Lucian tembló dentro, como si su alma sintiera el llamado. Sus labios se movieron. Sus ojos temblaron bajo los párpados.
—Papá… —susurró.
Alistair sintió las lágrimas subirle a los ojos.
—Estoy aquí, Lucian. No te soltaré.
La magia negra embistió una vez más, pero fue rechazada por un estallido de luz dorada, una onda que hizo vibrar los pilares del mundo de Morganna.
—¡Tú no me lo arrebatarás! —gritó Alistair al vacío— ¡Tú no volverás a robarme lo que amo!
El cristal gimió. Y luego, se rompió en mil fragmentos que se elevaron como mariposas de luz. Lucian cayó. Pero no tocó el suelo. Cayó directo en los brazos de su padre.
El reencuentro
Lucian abrió los ojos. Azules, húmedos, hermosos. Temblaba. Su cuerpo estaba pálido, delgado, pero vivo. Alistair lo sostuvo con delicadeza, como quien carga algo irremplazable.
—Papá… —dijo el niño, con la voz rasgada— ¿Eres tú de verdad?
—Sí, hijo —susurró él, acariciando su cabello— Soy yo. Y esta vez, no me iré.
Lucian tembló. Se aferró a su cuello como un niño que vuelve al mundo.
—Tuve miedo… tanto miedo…
Pensé que… que ya no me querías…
—Perdóname, hijo —dijo Alistair,
y su voz se quebró— Perdóname por todo. Por no haber llegado antes. Por haber dudado. Por haberte dejado solo.
Lucian cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
—No importa….Estás aquí ahora.
Y yo….te esperé. Siempre te esperé.
Alistair lo abrazó más fuerte. Y en ese abrazo, el mundo de Morganna gimió. Porque algo sagrado acababa de romperse. Y no era una prisión. Era una maldición.
Pero aún faltaba uno. Aún faltaba Elias. Y la hechicera iba tras él. Con su hijo en brazos, la luz de Alistair volvió a brillar. Más fuerte. Más vasta. Y esta vez, la llevaría con él. Para quemar hasta la raíz el corazón de la hechicera.
—Voy por ti, Elias —susurró—
Y no dejaré que nadie más muera.
No mientras yo siga respirando.